Era una película de esas donde el silencio absoluto es requisito imprescindible para el total disfrute de las dos horas de entretenimiento. En la penumbra se observaba que el teatro estaba casi vacío. En el silencio forzado se escuchaba el molesto ronroneo producido por voces de seres humanos. Dos filas delante de mí, del lado izquierdo, se oía el susurrar de una conversación.
Igual que el sentido de la vista, los oídos tienen la capacidad de adaptarse al medio. El cambio brusco de la luz a la penumbra causa ceguera temporal. Con el tiempo los ojos se adaptan y la visión regresa. Con los oídos pasa algo parecido. El cambio brusco de un ambiente ruidoso a la paz ficticia de un teatro de cine nos deja sordos a los “sonidos del silencio”. Luego nos adaptamos y empezamos a escucharlos…
Con el transcurrir de los minutos, el susurrar de la pareja dejó de ser un indescifrable murmullo y gradualmente se convirtió, con la complicidad del ambiente, en una clara y cristalina conversación que parecía retumbar en toda la sala.
“¡Y ahora en esta parte es donde lo descubren!”.
Esto se escuchó claramente en todo el teatro. Miré alrededor y me topé con otras miradas con expresiones de disgusto. Detrás de mí una señora no resistió la tentación y dejó escapar un suave y respetuoso “¡shhh!”. El murmullo disminuyó de inmediato. Pero, casi igual de inmediato se reactivó esta vez con tono altanero. Ahora nadie le prestaba atención a la película esperando el desenlace del improvisado mini drama.
La señora del “shhh” perdió la paciencia y dijo a media voz pero firme, “¡Silencio!”.
La aludida, una joven adolescente, se dio la vuelta y dijo desafiantemente: “¡Tú a mí no me mandas a callar!”. Y, remató el agresivo gesto con algo que también viene al caso en los momentos actuales: “¡En este país existe libertad de expresión!”.
“¡Por Dios!”, pensé. “¡Claro que existe!”. “Pero, esto es lo que vulgarmente se llama orinar fuera del perol”. Los disociados existen y en eso son expertos, no importa el tamaño del perol.
Hay una enorme diferencia entre libertad de expresión y el libertinaje implícito en poder decir lo que a uno se le venga en gana. Lo primero es un derecho soberano. Lo segundo no es más que una soberana perversidad.
Los que se den por aludidos que no me vengan a hablar del yerro de la autocensura.
Autocensura es parte primordial de la esencia de todo aquel que se considera un buen cristiano. Esto se los puede confirmar Benedicto. Sí, el de los números romanos.
Señoras y señores, le duela a quien le duela, Venezuela recobró los sentidos. No se trata de acabar con la libertad sino con el anárquico comportamiento de “adolescentes” de cincuenta y pico de años.
¡Shhh! ¡Silencio!
Alguien tiene que enseñarlos a respetar…
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