El 28 de junio del año en curso, el periodista William Echeverría tomó la decisión que recibir el Premio Metropolitano de Periodismo de algún modo arropaba las "ruinas" de una libertad de expresión plena, libre del elemento político, ideal que habría migrado del país con la acción de "cierre" de RCTV por parte del gobierno. Bajo la fanfarria del canal para el cual labora, Globovisión (el canal más politizado del país hasta el grado de fungir como partido político), declaró no poder aceptar el premio, significando con el gesto que alzaba "nuestra voz de preocupación y alerta ante la promoción de un periodismo politizado". Acto seguido, ofreció el valor del cheque a un centro de atención integral de salud que opera en Petare.
Cuatro meses después, el falconiano Magglio Ordoñez, Campeón Bate de la Liga Americana 2.007, jugando para los Tigres de Detroit, es homenajeado en la Asamblea Nacional, donde pronunció las siguientes sencilla palabras: "Primero debo agradecer a dios y quiero recordarles que este título es para todos los venezolanos". Después del acto, fue invitado y homenajeado en diferentes lugares del país, donde arrasó con los premios deportivos, obteniendo entre ellos el "Luís Aparicio".
Ahora la pregunta de rigor: ¿qué tiene que ver la chicha con la limonada? ¿A qué mezclar un ítem político -como lo denuncia el mismo periodista al hablar de su oficio- con otro deportivo, en especial con este renglón, el cual se ha idealizado como de necesaria ajenidad con el hecho político para un sano disfrute de su eventualidad? ¿Cómo comparar las proporciones de un batazo de William Echeverría con la extensión de un artículo escrito por heroico Magglio, cada uno desactivado en sendas materias?
La respuesta: más allá de ser cada cual una disciplina cuyo ejecutor la cultiva con mayor o menor pasión, según la fuerza de su vocación, no tienen nada de común entre sí. Uno se dedica a propinar devastadores estacazos en los estadios y otro a trabajar con las noticias, según prefiera la vertiente de opinión o de simple emisión informativa. Según talentos propios para el oficio, cada ejecutor destacaría en su disciplina trascendiendo el promedio del ejercicio de su profesión, cada uno regido, naturalmente por reglas de juego y códigos de ética.
De modo que, concretando, periodismo -o política, como lo denuncia el mismo periodista- y béisbol tendrían en común nomás que reglas y códigos de ética. Como si se le dijera al beisbolista, “No consumirás sustancias anabolizantes ni agregarás una quinta almohadilla al circuito para pretender reconocimiento alguno”; y “no manipularás la realidad de la noticia ni sesgarás su esencia a un interés mercenario para ser reconocido”, al periodista. Pero se puede ir más allá: que no sólo periodismo y béisbol -estos tan disímiles ejemplos que escogimos- tienen en común reglas de trabajo y código de éticas, sino todo en la humana vida, inclusive la guerra, con todo y que de ella se diga que incorpora cualquier cosa en su propósito. Siempre habrá la convención disciplinaria, cuya violación tipifica el delito. Así, tenemos las guerras con armas convencionales, genetistas con prohibición de clonar humanos, atletas libres de sustancias químicas estimulantes, actores cuyo propósito es recrear una situación o personaje, según propuesta artística, y, finalmente, beisbolistas y periodistas.
Pero la vainita se complica cuando viene un periodista -para seguir con la denuncia del Sr. Echeverría- y entonces asume el esquema político para ejercer el propio, esto es, trastrocando la naturaleza de una función por otra, esto es, ejercer su trabajo con criterio político pero sin recibir a la final tratamiento como tal. Allí está el problemita que complica el vuelo del papagayo, porque en su eventualidad se malogra la institucionalidad que pueda tener un oficio cualquiera y en buena parte se confunde a un colectivo que, positivamente, confía en la buena fe de unos valores sociales instituidos, hablando ya de ética. Es como si un beisbolista -que no hablo ya de Magglio- se propusiera batear roletazos para oposicionista y jonrones para la corriente opuesta, dividiendo un estadio en dos partes, y hasta en tres, de existir estacazos para el centro político; y luego, al salir del estadio, se moleste porque lo tilden de político. O como si una actriz, como recientemente ocurrió con Fabiola Colmenares y Amanda Gutiérrez, se moleste porque las tilde de política al haber forcejeado con el criterio político de los demás, adverso al propio.
Es una locura, rayante en la perversión, que se desata en Venezuela, cuyo eje emblemático es la emisora de televisión que todos conocemos, que del modo más sencillo es capaz de proyectar como noticia la sugestión de asesinato del presidente de la república.
En realidad no debería existir problema alguno con la distinción política de las personas, colocando las cosas en el plano más ingenuo posible. Como muchachitos, pues. ¿Quién carajos obligará a una Norkys Batista, por ejemplo, a prenderle velas al "ser grosero" que ella denunciara durante su breve campaña política en contra de una medida gubernamental? Es irrelevante en un contexto de libre albedrío y democracia, a no ser que se trate de la competencia electoral política que se preocupa por sumar adeptos a como de lugar, y ni aun así.
Asúmase la posición política que se prefiera, de acuerdo con convicciones propias, de modo activo o pasivo, con beligerancia o si ella, pero hágase en el teatro propio para tal combate, inclusive si tal conclusión es un salvado de la profesión misma que se ejerce, y más aun si tal profesión comporta un sentido de responsabilidad para con el orbe social. Pero no se pretenda escudar los riesgos propios de la actitud asumida mimetizándose, irresponsablemente, como víctima en los estatutos defensivos de un gremio que defienda su verdadera profesión, para el caso de ser periodista o médico y no político. No se me diga a diario que desear la muerte de un presidente constitucional (y aunque no lo fuera) es una noción de libertad que se le inculca al estudiante en la academia, en el contexto del libre albedrío inherente a la carrera estudiada. No se me trate de convencer que un médico cirujano puede ejercer la defensa gremial después de aprovechar la oportunidad que le brinda una cirugía para asesinar a un paciente. No se me mezcle, pues, la chicha con la limonada: váyase a la marcha y grítese todo lo que se quiera, pero luego vuélvase a su trabajo y ejérzalo con ética, sin mentiras, sin manipulaciones, sin sesgo, sin utilizar vilmente las ventajas de su oficio para corroer un sistema. Séase responsable, y con ello no me refiero a nadie en particular, sino al concepto de una profesionalidad cualquiera.
El libre albedrío, en su sentido sumo, se ejerce ante una situación de vida o muerte, pudiendo alguien escoger no seguir viviendo; fuera de esa circunstancia, no existe sino de modo relativo, pormenorizado, corresponsable, siendo el arte, o el mundo de la ficción artística, la filosofía y la política -por aquello de elegir lo que uno quiera-, las disciplinas donde su ejercicio despliega mayor campo de acción.
Sartre, siendo responsable con su ideario, de activo ejercicio, declino el Premio Nobel de Literatura de su tiempo, y aunque su misma postura existencialista podría haberlo llevado a concluir que "no actuar es un acto en sí mismo", se le vio lanzado a las calles fijando posiciones políticas ante el mundo; aun siendo filósofo, pudiendo morir con el lápiz, el papel y el pensamiento como pasivas herramientas de trabajo, bajo la presión ética de la corresponsabilidad, puso pie en el teatro por excelencia para el combate político: la calle. Robert Oppeheimer, por su parte, el llamado padre de la bomba atómica, dejó a un lado su carrera de científico y en lo sucesivo se dedicó al activismo por la paz y por la construcción de una sociedad sin armas, cuyo potencial él mismo había contribuido a despertar. Uno, pudiendo continuar en su cueva filosafaria para seguir cultivando sus ideas y sostenerlas, no lo hizo; y el otro, al comprender la incompatibilidad de un científico que construye bombas con un pensador que lo desaprueba, no dudó por ningún momento en abandonar el oficio.
Por ello, cuando vemos a un periodista rechazando un reconocimiento, como fue el caso de William Echeverría, pero al mismo tiempo aceptando el escenario mediático para montar una protesta contra un "régimen" que pretende acallar la cercenación de la libertad de expresión otorgando condecoraciones, vemos a un periodista metido a político cien por ciento, echando mano arteramente de un blindaje gremialista para expresarse, blindaje que, sin embargo, no le hace comprender que si en Venezuela las cosas fueran como él las denuncia no habría podido él mismo realizar su acto de periodista politiquero. El acto ambiguo mismo de rechazar y aceptar el premio, cuyo monto destinó del modo más populista posible a una causa noble, desvirtúa la posibilidad de considerarlo una postura legítima, pues tuvo el efecto de una parodia que llama la atención sobre los "pobres de la tierra", supuestamente de mayor concentración en Venezuela. Si no me equivoco, Sartre declinó de modo total su premiación, lo cual, en mi criterio, empeora cualquier acción futura de posibles émulos locales que argumenten integridad en su conducta.
Es difícil que la historia registre el gesto como un acto de desprendimiento, contextualizada en la saga de una lucha heroica por la libertad, cuando en el país donde se pretende exponer semejante simbología las formas políticas se sujetan a la máxima democrática de expresión de la voluntad popular.
El ejemplo de Magglio Ordóñez en la Asamblea Nacional, así como el de Guillén meses atrás, sirve para llenar de frescura y luminosidad ciertos aspectos de la vida que el humano raciocinio complica cuando los pilares de la ética se aflojan en nombre de inconfesables intereses políticos (el gremio no lo permite). Ellos, con su clara dedicación al deporte, nos permiten alimentar la confianza de creer en la integridad del oficio de los demás, aunque sea ajeno al propio.
Lo mismo sirve el contexto para comentar la situación reciente con la actriz Fabiola Colmenares. Aunque criticable en la confusa situación en la que se inmiscuyó, donde sojuzgó la postura política de otros ciudadanos en compañía de una reportera de Globovisión, aparentemente fue despedida por su activismo político, lo cual, en nuestro criterio, constituye una aberración de una política interpretación de la democracia, criticable en tanto la ejerza retaliativamente un ente gubernamental, que no uno privado por aquello del libre derecho al mercado. ¿Quién pretende llenar un país de actores chavistas o sólo opositores al gobierno? Es un absurdo, y mucho más cuando todo el mundo sabe que la actriz fue botada por una empresa privada que hace un libre ejercicio de mercado. ¿Quién puede creer que importa algo el ideario político de cualquier actor si su trabajo es recrear, artísticamente, la realidad en una ficción, siguiendo el guión, más incluso si a fuerza de talento hace a uno olvidar con su actuación la sugestión de su orientación política -que no es el caso de Fabiola? Otra cosa distinta fuera que como agente político rompiera la barrera de un guión para colar un gesto de efecto subliminal, por decir algo, o que calumniase como actor o director a determinada persona con una pretensión biográfica, o que en su vida pública inicie una campaña de desvirtuamiento de la concepción artística de un trabajo determinado para enfilarla políticamente contra alguien, o lo que sea que haga recordar el acto de sesgo en el que incurre un periodista cuando prostituye su oficio de manejo ético de la información.
En todo caso, el oficio de periodista es una profesión de alta sujeción a valores éticos, casi nada comparable con la libertad con la que puede contar un profesional de la actuación, quien puede profesar abiertamente su preferencia política sin alimentar necesariamente sospechas sobre su pulcritud laboral, más allá de un asunto de criterios.
¿Complejo, no?
Un actor, como el arte mismo, podrá siempre exponer su preferencia política dentro de un sociedad de libertades y derechos mientras no violente el derecho ajeno; lo que jamás podrá tolerarse, éticamente, es que haya periodistas haciendo de actores políticos, aun en un supuesto -imposible por cierto- que no le haga daño a nadie.
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