Después de rumiar su rabia en una de las playas de Margarita –refugio donde se “enconcha” después de abandonar a sus seguidores en las marchas-, Antonio Ledezma, Alcalde Mayor del Distrito Capital, decide regresar a Caracas. Su furia no tiene límites, dado que el rollo en Honduras le quitó brillo –micrófonos y pantallas- a las buenas nuevas que traía desde Washington, la tierra del cielo amada. Está furioso.
Tanto esfuerzo, tanto dinero gastado, tanta gritadera allá en el Consejo de Las Américas pintando al presidente Hugo Chávez como un dictadorzuelo, se fueron a pique por culpa de los estúpidos gorilas de Honduras, quienes con su golpe no se cansan de chupar la atención de los medios de comunicación, dejándolo en tal estado de orfandad política que siente que nadie lo nota. Ni siquiera él mismo se siente –empieza a decirse, congelado por el coraje-, porque nota cómo una mosca se le posa sobre su brillante cabeza y él ni se inmuta para aplastarla.
¿Qué iría a hacer con todas aquellas novedades de sus peripecias en la patria de Abraham Lincoln? ¿Con tanta palabra de aliento recibida de tan increíbles gringos, quienes al felicitarlo le reiteraban en éxtasis que semejante zambo era merecedor de una invasión o un golpe militar? “Tu calma”, le había soltado uno de ellos, “Chávez is poco time”, para luego rematar con la conocida expresión latina alea iacta est.
--¡Es que esos carajos son una maravilla! –se descubre musitando, sin embargo, en medio de una casi imperceptible sonrisa.
Pero… ¿a quién, pues, contaría aquellas maravillas sobre la impopularidad de Chávez en el mundo, si nadie le para? ¿Qué demonios iría a hacer con aquella abrazadera gringa y con tanta promesa de ayuda en su campaña por hacerse con un perfil presidencial si aquellos idiotas hondureños se le adelantan y le roban el show con el cuento de que dan un golpe de Estado para que el dictadorzuelo no los invada? ¿Hasta cuando, coño, estarán estirando el teatro de jalarse a los periodistas y cámaras, dejándolo a él, como dijimos, en un estado de miserable orfandad? ¿Hasta cuándo, caramba, hasta cuándo? ¿Hasta cuándo…?
El Alcalde Ledezma se lleva las manos a la cabeza (la mosca se espanta), no pudiendo resistir tanto abandono, dejadez o ensueño. Rato tiene sin convocar una rueda de prensa y así –se dice- no puede transcurrir la vida de un político como él, más si su perspectiva es llegar a ser el primer hombre del país, Presidente de la República. Apaga de un manotazo el televisor, donde no resiste ver cómo el mundo gira en torno a tan miserable país, Honduras, uno de los más pobres de la Tierra, por cierto, y se pregunta seguidamente qué tanto puede valer ese país en la lucha contra Hugo Chávez...
-¡Si yo solito me saqué unos ochocientos mil votos –no puede evitar exclamar-, casi lo mismo que él mismo presidente de Honduras! ¿Qué tan importante, pues, puede ser el tal fulano ese si yo mismo como alcalde tengo el mismo apoyo y puedo ser hasta más legítimo? ¡Importante soy yo!
Empieza a caminar con parsimonia, como intentando evitar que alguien descubra su fuego interno. Anda, en fin, furioso, indignado, mirando con cautela hacia los lados, pensando en que hay que hacer algo, romper el pegoste del abandono, explotar, llamar la atención, jalar a esos carajos periodistas para que lo entrevisten y se olviden de esos hijos de puta de Honduras. Siente el impulso imperioso de abofetearse, de pegarse contra el suelo, pellizcarse…, cualquier cosa que le haga sentir que está vivo, no importando el dolor que pueda padecer si con ello reconquista protagonismo en los titulares de la prensa nacional.
De pronto nota cómo un perrito –muy peludito él- se le escapa a la dueña para dispararse contento a lamerle sus zapatos, a mordisquearle los pantalones. Antonio se detiene en una pieza, como comprimido; mira automáticamente hacia sus guardaespaldas, quienes caminan distribuidos a cierta distancia en torno suyo. Uno de ellos ya se dirige para quitarle la molesta criatura de entre las piernas, pero el alcalde se apresura y, sin poderse contener, lo hace él mismo, asestándole una patada voladora.
--¡Patán! –oye que le increpa la señora, mientras mira aterrizar al animalillo sobre la hierba, en una de las tanticas islas de vegetación de la plaza.
Lo que sigue lo deja perplejo y –¿por qué no?- lleno de satisfacción. Un corro de gente lo rodea, sólo separado de él por la mediación de sus guardaespaldas, insultándolo, lanzándole papelillos, llamándolo animal, pelón, asesino… Ledezma sonríe a pesar del despelote: después de todo había logrado llamar la atención, sintiéndose protagonista nuevamente.
En el acto instruye a sus guardianes para que le abran paso rápidamente, pues una idea inaplazable de lucha por la libertad se había instalado en su cabeza, a propósito del incidente. Allí está la clave, caballero –se dice-: el escándalo, el dolor, infligido a otros o a sí mismo. Sí, señor. Si aplicado a un simple perro había levantado una turba, ¿qué no esperar si lo hace sobre un hombre, y sobre uno no tal vulgar, como él, Antonio Ledezma, el Alcalde Mayor? Lloverán naciones de atención sobre su humanidad.
--¡Si señor, el padecimiento es escandaloso! –recita, mirando al cielo, felicitándose por la idea y regocijándose con la imaginación de que los periodistas harían colas para abordarlo. Luego le habla con decisión a su asistente principal-: ¡Se acabó Honduras, Miguel, vamos ya con los compañeros, con la oposición patriota, a proponer una huelga de hambre contra el régimen, a ver si la OEA y los medios de comunicación no se van a dejar del cuentito ese que tienen con Zelaya y Micheletti! Volveremos al primer plano. Comunícate con ellos y llama a una rueda de prensa. ¡Muévela, es rápido! Diles que es un asunto de vida o muerte, dado que en la lucha por una Venezuela libre el Alcalde Antonio Ledezma, o sea yo, anda en un riesgo mortal. ¡Huelga de hambre contra el régimen! Ya hablaremos de sus motivaciones. Lo importante es ya. ¡Dale!
Dicho lo cual, se dirigen apresurados hacia sus camionetas blindadas, esas burbujas negras que suelen trancar el tráfico vehicular cuando se presentan con su tan importante cargamento humano. La chusma insidiosa les tira cosas, que se estrellan contra la carrocería; pero ya en el interior del vehículo Antonio Ledezma, el Alcalde Mayor, despliega una inmensa sonrisa. “Eureka” –exclama- dando así por concluido un rabioso ciclo de inacción política.
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