La irrupción del chavismo en la arena política está indisociablemente
asociada a su criminalización. Podría decirse incluso que la
criminalización le precede, de manera que cuando el chavismo entra en
escena, no puede aparecer más que como sujeto criminal, bárbaro,
irracional, violento. Sin este discurso que estigmatiza, transfigura e
incluso oculta al sujeto chavista, no hay relato opositor sobre el
chavismo.
Evidencias históricas sobran, y están allí, a la mano,
para el que desee realizar la arqueología del discurso opositor: durante
los primeros meses de 1999, las páginas de opinión de la prensa
opositora están plagadas de horror a las "invasiones" de tierra. Es así
como aparece el sujeto chavista, apenas instalado el nuevo gobierno:
como un agente extraño al cuerpo social, como un elemento patógeno que
se desplaza movido por un pavoroso impulso centrípeto, del campo a la
ciudad, de la barbarie a la civilización. El relato opositor fue siempre
el relato de la catástrofe inminente que provocarían las invasiones
bárbaras chavistas.
El zambo Chávez no sería más que el cómplice
de aquellos ataques contra
la civilización, el instigador principal del odio y el resentimiento
bárbaros, el criminal que, abusando de su circunstancial posición
privilegiada, articularía un discurso que se desplazaría
centrífugamente. El resultado sería una "sociedad civil" sometida a las
tensiones que producirían estas dos fuerzas complementarias, más que
opuestas, produciendo la fatiga y la opresión de todo lo civilizado.
Por
eso, no sorprende en lo absoluto el esfuerzo continuado por asimilar
cualquier manifestación de violencia opositora con el chavismo. Dado que
el chavista es no sólo el sujeto violento por excelencia, su expresión
más acabada, sino el origen de toda violencia, la violencia opositora
sólo podría explicarse como un efecto no deseado de aquella violencia
original, como su consecuencia inevitable. Bastaría con arrancar la raíz
de la violencia, para retornar a la paz y a la civilidad.
Resulta
claro que esta naturalización de la violencia chavista implica, al
mismo tiempo, la desnaturalización de la violencia opositora, un
verdadero fraude analítico y argumentativo, en la medida en que pretende
clausurar toda posibilidad de examinar las razones de la violencia
antichavista.
Un fraude es lo que ha cometido Roberto Giusti el
pasado 9 de marzo, en un artículo publicado en El Universal, intitulado El
contagio chavista de la oposición. Refiriéndose a la violenta
trifulca opositora del domingo 7 de marzo, en Valencia, escribía:
"Chávez ha pregonado el odio y la aniquilación del adversario… para
imponerse en un juego de todo o nada. Pues bien, el veneno ha sido tan
eficaz que mientras en antiguos sectores chavistas se diluye y la gente
recupera la razón, en la dirigencia de oposición ha prendido con tal
virulencia, que ahora resuelven a golpes sus diferencias, en el mejor
estilo chavista. La triste 'batalla de Carabobo' del domingo es el peor
mensaje para una sociedad a la búsqueda de la paz y la civilización
perdidas".
Entiéndase: el chavismo no es sólo sinónimo "de la paz
y la civilización perdidas". Tampoco es el resultado histórico de la
decadencia de la clase política venezolana, de su cortedad de miras, de
su incapacidad manifiesta para gobernar, de la "democracia" groseramente
excluyente que capitanearon durante décadas, subordinados como
estuvieron siempre a los intereses de la oligarquía. No. Según Giusti,
esta decadencia de la vieja clase política, al expresarse violentamente,
lo hace "en el mejor estilo chavista".
Al día siguiente, también
en El Universal, Pedro Pablo
Peñaloza continúa con el fraude. En su artículo intitulado El
chavismo de oposición, se lee: "Para los que entienden que el
Presidente comanda un proceso, pero degenerativo, la palabra 'chavismo'
viene a resumir en sí todo lo malo que existe sobre la faz de la Tierra.
Chavismo es, entonces, un régimen político militarista y autoritario
que persigue destruir las libertades públicas. Un sistema que estrangula
la democracia y permite que la corrupción y la adulancia se esparzan
como plagas malignas. Pero también es el motorizado que se come la
flecha en la avenida Lecuna o el vagón del Metro sin aire acondicionado.
Más que un término, es una anatema. Sinónimo de abuso de poder y de
gamberrada. Ocho letras que sintetizan el perfil del venezolano feo.
Feísimo. Desde esa perspectiva, 'chavismo' sirve para calificar las
peores prácticas allí donde se den sin importar qué tan lejos se esté
política e ideológicamente del jefe de Estado. Partiendo de esta
premisa, ciertos detractores de la revolución bolivariana han acuñado
una nueva expresión para censurar el desempeño de la Mesa de la Unidad
Democrática. En lugar de sacarles la madre, les dicen algo mucho peor:
'chavismo de oposición'... La Mesa de la Unidad Democrática incurriría
en manejos propios del 'chavismo' porque, braman sus 'aliados' críticos,
es intolerante, prefiere el pacto de cúpulas antes que la consulta
popular, se empeña en postular a dirigentes estudiantiles, pero de los
años 50, y antepone sus oscuros intereses a las necesidades de la
patria".
En un artículo más reciente, publicado el 21 de marzo en
El Nacional, intitulado La violencia chavista, Máximo Desiato
insiste en el tema. Como lo han hecho muchísimos otros antes que él,
Desiato recurre a la analogía con el fascismo, creyendo poder encontrar
en éste las claves de interpretación del chavismo: "La violencia
chavista es una violencia fascista, porque en cuanto operación sobre el
mundo es una apropiación de ese mundo sólo para destruirlo". Como el de
sus predecesores, es un análisis fraudulento: la trampa radica en
imponer las reglas de interpretación, según las cuales sólo sería
posible explicar al chavismo tomando como referencia el fascismo. De
allí en adelante, el ejercicio será extremadamente simple: compárense
chavismo y fascismo, y cada vez que logre identificar alguna diferencia
sustancial, advierta que se trata apenas de aquellos aspectos que aún
impiden que el chavismo se realice plenamente como fascismo.
Pero
además, Desiato traduce en clave "filosófica" el giro
táctico del discurso opositor, que se consolida sobre todo durante
2007: el discurso sobre el mal gobierno, ese que va dirigido a
granjearse el apoyo del mismo chavismo que ha criminalizado desde
siempre. En lugar de confrontarle violentamente – con violencia de
clases –, minar las bases sobre la cuales se apoya el gobierno. Instigar
el desaliento, la desconfianza, la desmoralización y la incertidumbre.
Para
Desiato, la gestión de gobierno chavista sólo puede traducirse como
"política de destrucción sin posterior creación". Agrega: "es como si el
chavismo creyera que la violencia, al destruir, dejara aparecer un
orden del mundo preexistente, perfecto, acabado en sí mismo. Esta
violencia chavista es ingenua. Tiene confianza en que expropiando
aparezca sin ninguna otra operación el Bien. Que el Mal es la propiedad
privada y que al destruirla, sin organizar una propiedad colectiva
basada en un movimiento colectivo de base, el Bien se da por arte de
magia… Y dentro de tanta expropiación, abandono, soledad existencial, en
el fondo, la violencia chavista es una meditación sobre la muerte.
Sobre el exterminio de todo lo que es. Meditación sobre la nada, la
anulación, la nulidad que se es sin saberlo. Y si no grita ¡viva la
muerte! es porque es tan destructiva que no le sale ni siquiera el
¡viva! Que para gritar eso algo de vida hay que tener".
El
problema con la "meditación" de Desiato es que se limita a repetir lo ya
miles de veces escrito y meditado. Meditación de lo mismo, que se sabe
nula pero que se pretende analítica, profunda, esclarecedora, informada.
Limítese a establecer la analogía entre chavismo y fascismo, acuse el
mal gobierno, y luego pretenda estar descubriendo el agua tibia cuando
no está haciendo más que llover sobre mojado. Y si no grita ¡viva la
lluvia! es porque es tan trillada que no le sale ni siquiera el ¡viva!
Que para celebrar la lluvia, es mejor esperar que llueva de verdad.
Con
sus diferencias de estilo, los Giusti, los Peñaloza y los Desiato
terminan siempre empantanados en la cuestión de fondo: el chavismo que
pregona "el odio y la aniquilación del adversario", el chavismo como
"anatema", que resume "todo lo malo que existe sobre la faz de la
Tierra", el chavismo como "meditación sobre la muerte". Pero mucho más
importante que hacer el inventario de lo escrito por estos personajes – y
por muchos otros – es identificar cómo funciona esta "máquina
de producir" el discurso antichavista.
El problema, vale
acotarlo, no radica en expresar el desacuerdo con el chavismo, y mucho
menos señalar los errores del gobierno de Chávez. La radicalización
democrática a la que aspira el chavismo no será posible sin espacios
para el desacuerdo y la crítica, del propio chavismo, pero también del
antichavismo. El problema es que mediante la criminalización del
chavismo – mediante su transfiguración, su ocultamiento – lo que
pretende legitimarse es el desconocimiento del gobierno del zambo, su
deslegitimación, y finalmente la legitimación de toda violencia que
contra éste se ejerza. Ya lo decía
Desiato en abril de 2009: "Tarde o temprano va a llegar la
confrontación… Hay que seguir el juego democrático como lo hace Chávez,
que lo usa como fachada, pero preparándose para una confrontación… La
oposición tiene que prepararse, a la violencia se responde con
violencia… Yo me concentraría en el sector de la oposición que ya tiene
conciencia política para organizar formas de violencia política propias…
Yo diría: déjense de buscar la unidad imposible y organícense".
Si
la oposición ha optado por una táctica de desgaste, intentando
capitalizar las deficiencias de la gestión de gobierno, si bien esto ha
implicado su repliegue de posibles escenarios de confrontación violenta,
la violencia simbólica, expresada en la criminalización del chavismo,
nunca ha cesado. Esta violencia se ejerce en nombre de la paz, la
civilización, la tolerancia, la democracia y la vida. Lo peor: esta
violencia simbólica prepara el terreno para otras violencias nada
simbólicas. Ella sugiere que si la oposición antidemocrática ha optado
por no suscitar estas últimas, es porque se sabe, todavía, en
condiciones de debilidad. No porque celebre la vida.