Mi preocupacióon por el clima tiene un plus de justificación, más allá de la que pueda tener todo hijo de vecino. Quienes tenemos ya una edad avanzada, disponemos también de una perspectiva de todo, y también del clima planetario, naturalmente, mucho más amplia que cualquier otra persona de menor edad, científico o no, que solo maneja cifras frías y datos indirectos quién sabe si, en algunos casos, manejados por oscuros y difusos intereses, y por ello incluso manipulados. Ha pasado y pasa con muchas cosas relacionadas con la Sociología y con la Historia. El caso es que el asunto climático despertó mi atención exactamente hace 30 años…
En 1988 compré, para residir, un modesto chalet en el municipio de Las Rozas de Madrid. Era cuando el municipio no pasaba de los 30.000 habitantes y no había comunicación fluida con la capital donde trabajaba. El alejamiento del bullicio, disponer de espacio holgado para mis 4 hijas y 100 metros de jardín, compensaban los inconvenientes del obligado desplazamiento diario en coche. En resumen, la clase de vida que con un poco de coraje y espíritu rural muchos deseaban y desean, pero por la que muchos urbanitas apegados a los espejuelos de la capital, no se deciden a vivir en localidades alejadas de la urbe.
Treinta años después, el municipio ha pasado a tener los casi cien mil empadronados. Para mi consternación. Para mi consternación, porque mi carácter, desde temprana edad, cosa rara, ama la sobriedad y no es partidario de vivir rodeado de tanto filisteo en la opulencia aunque, como se sabe hoy día, gran parte probablemente está endeudado hasta las cejas. Es más, a los años en que nos abrimos paso para situarnos y en su caso promocionarnos o medrar, en más de una ocasión pude pasar del estatus de vida medio, es decir ramplón, al de rico, al menos en apariencia. Y esa primera ocasión se presentó justamente entonces. Se trataba de que por el mismo precio que pagué por el chalet, hubiera podido adquirir uno aislado como los que tengo enfrente de 500 metros de parcela, de una construcción si no lujosa sí con cierto empaque. Tenía la suficiente visión como para prever que en poco más de un par de años el valor de aquel chalet que no compraba se duplicaría cuanto menos. Pero viendo en el aislamiento un inconveniente para la vida social de nuestras hijas, compartiendo mi esposa los postulados de mi carácter sobrio que incluye el no desear nunca enriquecerme (aunque aquella era esa primera oportunidad que puede propiciarlo), aún menos quería parecer rico sin serlo. Y aquí vivo desde entonces...
Pues bien, era el segundo año de mi vida allí cuando una mañana cualquiera de cualquier día de marzo, sentí en el jardín súbitamente un calor que no había percibido a lo largo de todo el marzo anterior. A partir de entonces empecé a prestar una atención especial al cielo y a los agentes atmosféricos. Han pasado tres décadas. Y desde entonces se aloja en mi subconsciente, en segundo plano, una especie de piloto o led que alerta a mis sentidos como probablemente avisa la Naturaleza a la bestia. Hasta tal punto esto es así, que dudo haya en el mundo otra persona, salvo un viejo agricultor o un viejo pastor de ovejas, que disponga de ese sentido más desarrollado que yo: un grado más o un grado menos, lo acusa instantáneamente esa mi segunda piel.
En los años subsiguientes, he ido apreciando la deriva cambiante del clima local por varios detalles que solo detecta pronto un espíritu al natural. Primero las abejas, luego la mariposa, la salamandra, la lagartija, la mariquita, la cochinilla... han ido disminuyendo en el jardín a un compás dramático. Hasta finales de este verano, no he visto a una pareja de mariposas amarillas y tres o cuatro abejas libando las flores tardías de un laudillo. Y apenas alguna mosca perdida y algún que otro y desperdigado mosquito. La falta de humedad influye. En ello se aprecia indirectamente la deriva. Así me he ido percatando, paso a paso, del proceso de degradación biológica y de su influencia en él del cambio climático. Por eso no preciso de informes oficiales de Organismos nacionales o internacionales de cualquier clase que no harían más que ahondar mi "tristeza ecológica", como empieza a llamarse a ese estado de ánimo. Pues antes, mucho antes, allá por los años 90, en cuantas conferencias a las que asistía en Madrid, ya me veía impulsado a salir al paso de los cálculos optimistas que conferenciantes y opinadores hacían en relación a distintas materias acerca del futuro.
En 1993, unas Jornadas sobre el Agua organizadas en la Residencia de Estudiantes a las que asistían abundantes científicos, me hice oír al final de una ponencia. Fue al terminar su locución el ponente de la última jornada. Después de haber expuesto el plan de embalses a construir que el gobierno de la nación se había propuesto, terminó quejándose: "en Bruselas no nos entienden". No pude reprimir entonces mi contenida indignación y casi en tono airado protesté por no haberse hecho alusión alguna a lo largo de aquellas Jornadas a la necesidad de una educación ciudadana específica acerca del uso del agua que los negros presagios de su disponibilidad en el cercano futuro aconsejaban; que parecían haberse organizado aquellos actos sólo para justificar un multimillonario presupuesto que enriquecería a muchos, pero que muchas cosas apuntaban a estar destinados a permanecer prácticmante vacíos y, por último, que yo podía atestiguar que si en Bruselas no nos entendían era porque en un país donde llovía cinco o seis veces más que en Madrid, por ejemplo las viviendas de nueva construcción están dotadas de marmitas en la comunidad de vecinos que reciclan el agua doméstica. Y podía atestiguarlo, porque acababa de comprar una vivienda nueva no lujosa en Bruselas, que disponía de ella. (Mi confesión acerca de mi repudio de la riqueza, me obliga a aclarar al lector que hice la compra con el producto de mi herencia para visitarla y poder estar cerca de nuestra hija mayor, casada con un holandés, que vivía allí y tienen un hijo con Síndrome de Down). Después, en el año 1995, en una sesión celebrada en la Biblioteca Nacional, dialogué con los componente del Club de Roma, que de forma itinerante ya venían anunciando un futuro tenebroso relacionado con el clima planetario. Y hasta hoy…
De modo que, como se ve, soy una especie de zahorí pero a la inversa. Por lo dicho y por mi rechazo a cuantas noticias sobre el asunto que no hacen más que amargarme más la vida, no quiero saber nada de lo que Greenpeace y toda asociación denuncien, ni de sus pronósticos sombríos. Bastante tengo yo ya con los míos...
Pero, en efecto, no se puede vivir con una obsesión. Hay que dotarse de una buena resiliencia. Y creo que la tengo. Mi edad me ayuda. Pues no es lo mismo vivir este "fin de fiesta" a la edad de mis nietos, a quienes nunca les hablo de ello, que a mis 81 años que lo relativizan todo aunque sólo sea por la cuota de vida que a uno le queda, equivalente a menos de una décima parte de lo que he vivido. Así es que como la suerte está echada, ya no hay tiempo para rectificar ni para corregir los efectos en el clima que la "civilización" ha provocado, recuperemos el latino carpe diem. Vivamos sólo el día a día y ocupémonos sólo del asunto cuando veamos que no sale agua del grifo...