El papa Francisco contra el «paradigma tecnocrático»

 A las 12 de la mañana, hora del Ángelus, del 4 de octubre de 2023, justo después de la misa que inauguraba el Sínodo de la Sinodalidad, el papa Francisco ha gritado «¡Fuego!» por segunda vez al mundo entero. No todo el mundo lo ha escuchado: muchos al oír Laudate Deum han mirado hacia otro lado. De hecho, sigue habiendo gente que no sólo no ve el humo o las llamas, sino que se burla de los bomberos. El texto ha sido portada en varios sitios italianos inmediatamente; no así en los españoles, más ocupados con las cuitas por el nuevo gobierno o el Mundial de fútbol – ¡Hosanna, hosanna! – de 2030. Admitamos que a la parroquia no creyente le tiene bastante sin cuidado lo que pueda suceder en un Sínodo aunque se considere un «mini Concilio Vaticano II» en el que se puede cocer algo gordo. En cambio, al menos en el mundo del ecologismo, había quienes aguardaban con interés y respeto lo que pudiera decir Francisco en su nueva exhortación apostólica de asunto ecológico.

A ti lectora y a ti lector, que sois gente de buena voluntad preocupada por la crisis climática, se dirige el papa Francisco. A ti lectora y a ti lector, que os dan urticaria los curas y retortijones sus sermones, a lo mejor no os dice mucho la primera frase de este discurso – «Alaben a Dios por todas sus criaturas» – pero resulta que es un homenaje al gran Francisco de Asís, santo del día y santo de quien Jorge María Bergoglio tomó el nombre de papa. Este escrito de Francisco, a partir de ahí, detona una bomba de amor por la naturaleza y por el lugar chiquito que el hombre ocupa en ella contra un enemigo de la humanidad entera, presente y futura, al que llama con un eufemismo «paradigma tecnocrático». Leámosla juntos.

Hace ocho años el papa Bergoglio publicó una imprescindible carta encíclica (Laudato sí) sobre el cuidado de la casa común. Fue su primer grito. Muchos lo oyeron y muchos no creyentes acudieron. El primer papa no infalible admite, no obstante, que su alarma no surtió gran efecto: «No tenemos reacciones suficientes mientras el mundo que nos acoge se va desmoronando y quizás acercándose a un punto de quiebre» (Laudate Deum, § 2). Y, ¿cómo es que la casa común se encuentra tan zarandeada y quebradiza? Francisco afirma sin tapujos que se debe al cambio climático, que define como «un problema social global que está íntimamente relacionado con la dignidad de la vida humana» (LD, § 3).

No echa balones fuera Bergoglio: afronta de pecho el problema y, citando a los obispos africanos (que recogen a su vez un concepto de la Teología de la Liberación) escribe que el cambio climático pone de manifiesto «un impactante ejemplo de pecado estructural» (LDm, § 3). Muy sagazmente, Francisco evita en el texto emplear el término capitalismo. Probablemente porque el charco que quiere pisar y con el que quiere salpicar conciencias no es superficial, terminológico. No lo llama explícitamente capitalismo pero sí que lo señala para quien quiera entender, entienda: «Lamentablemente la crisis climática no es precisamente un asunto que interese a los grandes poderes económicos, preocupados por el mayor rédito posible con el menor costo y en el tiempo más corto que se pueda» (LD, § 13).

Leído el texto, nos preguntamos: ¿dónde está la novedad? ¿Nos ha contado algo nuevo Francisco o era ya todo sabido? Francisco reconoce que lo que está diciendo son precisiones «que pueden parecer obvias, debido a ciertas opiniones despectivas y poco racionales que encuentro incluso dentro de la Iglesia católica» (LD, § 13). (Olé por él reconocer que también en su casa pululan peligrosos chalados negacionistas). Mas volviendo a la pregunta, ¿dónde reside, por tanto, el valor de esta Laudate Deum? Si la respuesta fuera en el púlpito desde el que se pronuncia y en el alcance de su audiencia, sería mucho, pero no bastante. El aplauso que merece Francisco se debe a que toma partido radicalmente.

Lo primero que hace no es descontado: desmonta el negacionismo climático, apuntando el dedo contra los que «pretendieron burlarse», los que intentaron «ridiculizar» a quienes mentaban siquiera el calentamiento global, los que responsabilizaron a los pobres por tener muchos hijos (LD, § 6-9). Francisco reivindica con orgullo la verdad de Perogrullo: el cambio climático tiene causas humanas, «antrópicas» (LD, § 11). Pero no, no somos nosotros, los que, encima, habríamos de sentirnos culpables: Francisco revela la identidad del verdadero culpable que hay detrás de todo el deterioro ambiental: el «paradigma tecnocrático»  – otro eufemismo para este «capitalismo» –  que ya no se ciñe a las finanzas y la vieja tecnología, sino que ha dado un paso más hacia el abismo: «La inteligencia artificial y las últimas novedades tecnológicas parten de la idea de un ser humano sin límite alguno, cuyas capacidades y posibilidades podrían ser ampliadas hasta el infinito gracias a la tecnología. Así, el paradigma tecnocrático se retroalimenta monstruosamente» (LD, § 21).

¿Qué hacer, entonces, contra esa estructura de pecado? Según Francisco, primero: repensar el sentido y los límites del poder humano (LD, § 28). Segundo: sacarnos el «aguijón ético» del «marketing y  la información falsa» (LD, § 29). Tercero: reforzar y reconfigurar las debilitadas instituciones políticas multilaterales (LD, § 37).

El cambio climático, abunda Francisco, no es un problema «verde» del que quepa chotearse. Mientras «los intereses económicos» se mofan de las acciones de grupos que son criticados como ‘radicalizados’, Francisco rompe una lanza por ellos ya que ellos «cubren un vacío de la sociedad entera, que debería ejercer una sana ‘presión’, porque a cada familia le corresponde pensar que está en juego el futuro de sus hijos» (LD, § 58). Poca tontería, por tanto, y más respeto a los activistas. Y menos ahora que llega la COP 28 de Dubai, cuyas decisiones tendrán que reunir tres características: «que sean eficientes, que sean obligatorias y que se puedan monitorear fácilmente» (LD, § 58).

Francisco, sin decirlo, lo que nos dice es que estamos ante un problema más que «verde», cuya solución ha de ser – no se sabe cómo –  necesariamente «roja». El bien común debe, por fuerza, protegerse entre todos porque «todo está conectado», porque «nadie se salva solo».

Hemos llegado casi al final de la carta. Hemos saboreado entre líneas ideas de regusto marxista. Pero se nos sigue atragantando su título. «Alaben a Dios». De pronto, en la última línea, nos vemos obligados a darle la razón al papa: «Un ser humano que pretende ocupar el lugar de Dios se convierte en el peor peligro para sí mismo». (LD, § 58). Pienso en el pobre Elon Musk, y desde luego que es mejor alabar a Dios, sea este el Dios católico, ¡la zapatilla, la zapatilla!, ¡la calabaza, la calabaza!, o aquella cosa raramente alta que sintió dentro Stanley Kubrick: «Entidades mecánicas inmortales, las cuales, tras innumerables eones, podrían emerger de la crisálida de la materia transformadas en seres de pura energía y espíritu». Eso es lo de menos.

Hoy toca alabar la fuerza y el tesón de un viejito renqueante que, ciencia y bastón en mano, sacude al mundo indicando dónde y por qué avanza el incendio e incluso cómo domarlo. Una cosa deja clara Francisco: tenemos que apagarlo juntos.

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*Profesor de Español como Lengua Extranjera (ELE) residente en Roma

 

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