Tanto el concepto como la experiencia sociopolítica de Consejos Comunales que se ha intentado echar a andar en Venezuela desde tiempos del extinto presidente Chávez, buscando con ello inaugurar sentidos y causes a favor de una democracia mucho más participativa y protagónica que la tenida en años de la “IV república”, ha estado (desde sus inicios) atravesada por un extenso número de limitaciones que igual van jugando cómo obstáculos para impedir su cristalización efectiva.
Digamos que entre el concepto sociopolítico de Consejos Comunales, normado jurídicamente en unas portentosas leyes, y las efectuaciones o traducciones reales que de ello han venido acometiendo los heterogéneos vecinos y vecinas en sus tantos espacios residenciales locales, son claramente observables unos vistosos distanciamientos, ello es, los modos, formas y contenidos asignados por la voluntad del Estado/gobierno bolivariano a los precitados organismos, en muy poco se corresponden con las ejercitaciones reales de poder consejal comunal que efectivamente vamos hoy día teniendo en la última patria.
En otros lugares y momentos hemos podido conocer del sudoroso dilema que padecen las ideas, los conceptos y los proyectos una vez que determinadas voluntades pretenden hacerlos suyos y, consecuentemente, quieren pasar a ejecutarlas en los diferentes planos de la realidad (no teórica).
Bien sabemos que entre las ideas, los conceptos, los proyectos planeados y los mundos de facticidad donde ellos buscan ser realizados, median severos problemas de “traducción” francamente irremediables, esto es, el mundo inmaculado de las ideas y los conceptos elaborados parecieran estar destinados a encontrar y sufrir, tanto aquí como en Pekín, sendas experiencias de obstrucción en sus recorridos y efectuaciones finales.
Por lo demás, las ideas y conceptos son creaciones exclusivas de los seres humanos, quienes en la deriva de sus vidas cargan para arriba y para abajo unas cuantas “mochilas”, por lo demás muy difíciles de echar rápido al cesto de basura, entre quienes que destacan: las consanguíneas, las empáticas, las culturales, las cognitivas y las ideopolíticas.
Unas y otras “mochilas”, a veces en solitario, otras hibridadas, van a constituir justamente aquella suerte de “diques” o “maquinas resignificantes” que viven emergiendo-nos a cada instante en donde unos y otros estemos intentando hacer mundo, apoyándonos en las mismas para buscar adecuar a nuestras maneras e intereses todo aquel mundo de intelecciones y cogniciones que nos viven llegando desde locaciones externas.
La vida que en verdad se vive dentro de los espacios residenciales no es para nada ajena al tipo de espéculos que someramente hemos venido largando hasta aquí, por ello la figura (externa) de los Consejos Comunales también ha sido lugar de francos procesos de resignificación y resemantización, acorde a las singularidades que tales hábitat humanos dejan apreciar cotidianamente.
Entre esos elementos “obstruccionistas” o “distorsionadores” que han podido encontrar los nombrados consejos para no cumplirse “al pie de la letra”, tal como lo dictan sus enunciados políticos y jurídicos, destaca ese que aquí -en adelante- vamos a estar llamando caciquismo urbano, figura potente tramada en la mayoría de los casos sobre los nexos y relaciones que fecundan la sangre, la amistad y la cultura.
Grosso modo, recordemos que la palabra “cacique”, tiene en nuestra historia nacional una data sumamente extensa, la cual prácticamente nos comienza a recorrer desde el mismo momento en que se fueron estructurando nuestros núcleos poblacionales originarios (las culturas prehispánicas), toda una especie de “huella cultural” continuada seguidamente por muchos lados, una vez que fuimos teniendo nacionalidad y patria.
Culturalmente los venezolanos y venezolanas, así como otras tantas culturas y nacionalidades allende, venimos haciendo modernamente uso de la voz “cacique” un tanto peyorativamente, para referir aspectos de personalidad y modos de obrar público que cumplen algunas personas, reiterando en ellos muchas de las valencias portadas por los antiguos caciques.
A diferencia de los caciques originarios, los caciques modernos, especialmente los urbanos, se fecundan y desarrollan en los espacios residenciales donde tienen establecidos tanto sus hogares como núcleos de familia consanguínea, a la cual le van anexando (por rebote) unas relaciones de amistad y empatía que, en ciertos casos, llegan a resultar sumamente extensas.
A distancia del cacique pre-hispano, el moderno crece (y se robustece) a la sombra de personas y funcionarios públicos, especialmente de quienes circunstancialmente fungen como líderes políticos nacionales, regionales o municipales, trátese bien de diputados, ministros, vice-ministros, gobernadores, alcaldes, concejales o directores, etc., esto es, tan portentosa estampa va a alimentarse de los goteos que le traspasan ocasionalmente las sombras políticas donde se guarnece, bien sea en dineros contantes o bajo otra modalidad de bienes.
Digamos que nuestro moderno cacique, generalmente sin mucho abolengo de propiedades ni titulaciones de nada, se va volviendo todo un cuerpo experto en hacer lobby político, todo un verdadero artista en tácticas y estrategias que le llevan exitosamente a consustanciarse con los empleados públicos, sobremanera con unas individualidades políticas, con las cuales pronto van desarrollándose unos portentosos anudamientos.
En tanto el cacique moderno larva y se fortifica sobre sombras políticas, se constituye de suyo en una especie de pieza o ficha clave de confianza del mentor político que le sirve y para quien sirve, generándose entre ambos una espantosa dialéctica maquínica, en la cual destaca un visible o solapado utilitarismo mutuo.
En algunos casos las relaciones que establecen la sombra y el cacique se cultivan sobre trabamientos ideológicos, partidistas o meramente afectivos, a cambio que en otros, tales vínculos vienen precedidos por aspectos de sangre, el tener (el cacique) un familiar ocupando algún cargo público de cierta magnitud.
Ambos cuerpos maquínicos trabajan con el Estado y en paralelo a éste.
El que hace las veces de representante legítimo del pueblo cumple actividades públicas formales, pues justamente la institución donde labora se convierte en el magma donde obtiene y distribuye dinero, bienes y demás aditivos para sus compromisos amarrados con los tantos cacicazgos que alimenta y lo alimentan por aquí y por allá, a cambio que el cacique o ficha local por lo general no es funcionario público, pero igual aprovecha los bienes, dineros o influencias trasvasadas eventualmente por su sombra política para re-distribuirla, a su entera manera y capricho, entre esa definida población vecinal (comarca) que ha ido cultivando a su favor.
En lo sustantivo, el cacique urbano hace de su morada residencial la comarca preferida para su acción neo-tribal, generando con sus vecinos inmediatos unas peculiares prácticas de sentido, las cuales en tanto se traducen en becas, empleos, citas, cupos, cartas, planillas, firmas, comida, medicina, cuadernos, bloques, cemento, etc., se confunden con el altruismo, la generosidad, la filantropía y la solidaridad hecha cuerpo y verdad.
Destaquemos que las sensaciones de altruismo, generosidad o filantropía que disemina el cacique moderno en las cabezas de la gente que alcanza con sus dádivas oportunas, no son tan “limpias”, pues lo que él vive dando o trasvasando a los otros, para nada son dineros o bienes de su pecunio, sino, como lo marcamos antes, dineros y bienes que íntegramente pertenecen al Estado y la república.
El obrar público del cacique es abiertamente transpolítico, pre-político o pospolítico, (todo un político posmoderno) en el sentido que aquello que hace, de cara a la gente y sus necesidades, gracias a lo cual cultiva y afirma un cierto liderazgo puntual, está generalmente muy por encima o muy por debajo de lo que al respecto establecen los protocolos de actuación “correctos” para los funcionarios públicos.
El cacique que referimos en este exordio juega generalmente como mediador de las necesidades o demandas perentorias que presentan las personas/familias asentadas en uno u otro espacio residencial, en tal sentido estos personajes metafóricamente desaparecen las instituciones públicas, en tanto ellos van resultando voluntades céleres para resolver muchas de las demandas menores (hasta mayores) que requiere este o aquel vecino y/o comunidad, sin membrecía institucional.
Sus vínculos con los liderazgos políticos constituidos, encarnados en quien circunstancialmente ostenta relevantes cargos de representación política nacional, regional o municipal, le dan acceso a conseguir o tramitar con éste ciertos tipos de beneficios, de modo casi directo, pasándole generalmente por encima a los procedimientos burocráticos establecidos para ello en las instituciones.
Sus habilidades y facultades sui generis para obtener puntuales recursos fuera de su hábitat residencial, en tiempos bastante expeditos, nunca suficientes para atender todas las demandas y petitorios causadas por todas las personas o comunidades, pero si mínimamente aceptables para solventar determinadas urgencias de unos u otros vecinos, le van dando un lugar distintivo dentro de su matria residencial, por ello va siendo reconocido allí como persona muy especial que en verdad algo obtiene y resuelve para unos cuantos.
El imaginario y la sensibilidad que cotidianamente vive desplegando nuestro moderno cacique no le dan para tomarse en serio palabras, conceptos y filosofías políticas, por ello es que los asuntos temáticos lindantes con la participación, la organización, la consulta, la democracia, los debates, la entrega de cuentas, etc., tal cual son las apuestas filopolíticas de los Consejos Comunales, francamente le resbalan.
Los modos de obrar de los caciques contemporáneos les van alcanzando para armar toda una gestión clientelar a lo interno de los territorios vecinales donde están instalados, caracterizados fundamentalmente por producir acciones sociales mayormente individuales, enmascaradas en la donación, el socorro, los auxilios, etc., a cambio de lo cual va fijando a fuertemente las personas beneficiadas a sus recónditas o expresas motivaciones políticas y/o extra-políticas.
Al volverse recurrente la acción (¿populista?) del cacique moderno, va así mismo animando una cultura clientelar, tallando en su comarca unos modos individualizados para el encaramiento y resolución de problemas y necesidades, al fondo de lo cual sólo quedan dos polos, el vecino como cliente y el cacique como hombre aparencialmente magnánimo, enmascarado o protegido por el hombre aquel (político) que le da sombra.
El vecino, los vecinos que a su paso va conquistando el cacique, pueden perfectamente ser considerados ya no como almas, cuerpos o tributos del cacique, sino llanamente como clientes o la clientela de él.
El cacique moderno funda su legitimación cultural y política local en la relación que va tejiendo con los clientes del vecindario, por ello, cual buen pastor, vive produciendo encuentros, roces o visitas regulares a su especial clientela vecinal, de lo cual al final salen unas identidades político-electorales hasta unas soldaduras amorosas, sexuales, afectivas, de compadrazgos, etc.
Estos estilos cacicales para gerenciar la “cosa pública”, en especial de concebir y practicar la política del modo menos político, están presentes en personas de cualquier edad, credo y signo ideológico, por ello, a cual acción y actividad que concurra-n o sea liderada por los mismos, tendrá el sello de unos tratos tanto distintivos como mínimamente resolutivos, centrados menos en la política y sí mucho más en un expreso personalismo.
Algo (o mucho) de tan espinosa cultura cacical ha venido invadiendo a los consejos comunales venezolanos desde hace rato, pues las observancias y monitoréos que vamos rutinariamente levantando en dichos agenciamientos, nos viven entregando abultadas noticias sobre tal clase de prácticas, actuaciones y desempeños.
De una parte, nos va resultando bien tonal escuchar a numerosos vecinos justificar su escasa o nula participación en el consejo de su comunidad sobre el hecho de que dicho organismo lo tiene secuestrado fulanito de tal, quien lo maneja a su propio antojo, como si fuera su pulpería o bodega.
Tal clase de personas y prácticas han avanzado significativamente el control de dichos consejos, al extremo que son aquellos vecinos, familias y amistades de su entorno (los clientes) quienes igual manejan los comités existentes, especialmente las unidades financieras y contraloras, cuando no, éstos han desaparecido casi por completos para fundirse en esos personajes que asemejan los dueños de las comarcas, por lo tanto el qué hacer, dónde hacer y cuándo hacer van siendo cada vez más atribuciones y competencias dispuestas por el cacique y cada vez menos por los vecindarios en general.
La presencia fuerte del cacicazgo en los consejos comunales viene siendo testimoniada por expresiones del tipo: “ese consejo lo maneja fulanito de tal”, “El consejo comunal X le pertenece a zutano”, “La familia de los Y es la que controla el consejo comunal K”, etc.
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