Mi tío Domingo era un andino que había formado parte de las jóvenes tropas del naciente ejército nacional del general Juan Vicente Gómez, allá por los inicios del siglo XX. Sabía de las andanzas de los caporales andinos en el poder. Había lucido su uniforme como Sargento Mayor. Después de tanta lucha y peleas terminó viviendo con nosotros. Ayudaba en la casa cuidándonos en lo que podía.
Como buen andino era de recto proceder, terco y serrano. Recuerdo que siendo apenas un niño de entre 5-6 años, asmático y sumamente delgado, estaban en la casa unos amigos de mis padres, entre ellos un médico.
Yo me acerqué al lado de mi madre, mientras jugaban una partida de dominó. Estaba apenas con un pantalón corto. Al verme, el médico le comenta a mi madre: -Comadre, ese niño está muy flaco. –Es bueno que le des un poco de hierro y también fósforo para ver si engorda. Mi madre afirmó con un gesto mientras mi tío, quien siempre estaba silencioso, escuchó lo dicho por el médico.
A los días y mientras mi madre preparaba el almuerzo, mi tío se acercó a la cocina y al momento de entregarle unas “busacas”, le dijo: -Aquí tiene, Carmen. –Eso es para que le dé al muchacho. Mi madre abrió las bolsas. Había desde tuercas, clavos, tornillos, hasta arandelas y unas cuantas cajitas de fósforo. Asombrada, mi madre le pregunta: -Pero bueno, Domingo! cómo le voy a dar esto al niño. No ve que eso no se mastica. A lo que el viejo soldado le riposta: -Pero no ve que eso fue lo que le mandó el doctor!
Ese era mi tío Domingo, quien también tenía un viejo burro y con él, salía por las tardes a vender pan por las veredas y calles de las recién inauguradas nuevas urbanizaciones de la Maracaibo de finales de los años ´50s.
Mamá hacía el pan y luego mi tío los metía en unas cestas que se sostenían en el lomo del viejo Rufo. Iba junto al asno caminando mientras Rufo balanceaba aquellas cestas tejidas con varas de palmeras con su oloroso alimento. Rufo siempre iba lento y su docilidad era emblemática. Se diría que hasta cierta tranquilidad la había copiado de su dueño, quien no se daba mala vida por nada.
Eran ambos tranquilones, silenciosos y pasaban casi desapercibidos en la cotidianidad de los soleados días maracaiberos. Solo que cierta vez, ya entrada la tarde, la usual mansedumbre de ambos se vio alterada cuando Rufo alcanzó a escuchar a una joven yegua que pasó por la esquina.
Aquello hizo que a Rufo se le inflara la flauta más de lo normal. Iba por las veredas, calles y bocacalles mostrando tremendo pan sobao mientras rebuznaba como galán quinceañero. Mi tío no pudo controlarlo. Se le soltó de las viejas bridas y se fue detrás del rastro de la yegua.
Al rato entró el viejo soldado a la casa. Sudaba y se le veía la cara de preocupación. Las amigas de mi madre, quienes tomaban el café de la tarde, de repente se quedaron boquiabiertas. –Domingo, y Ruf…
No había terminado mi madre la pregunta cuando el otrora cansado y viejo asno entraba por todo el medio de la sala, rebuznandito, con su rabo saludando de un lado a otro y con sus orejas levantadas… y además, con aquella tremenda flauta brillosa y erecta. Poco le faltó para emitir un silbido de complacencia.
No hubo mayor comentario. Las señoras terminaron de ver de reojo la animalidad de Rufo, mientras algunas dejaban exhalar un profundo respiro al tiempo que terminaban de tomarse su café.
Mi madre despidió a sus amigas mientras desde el fondo oscuro del patio se escuchaban los estruendosos rebuznos del viejo Rufo.
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