En la ciudad de San Cristóbal, el camposanto en su fundación, 1600, permaneció al borde de la actual plaza Juan de Maldonado, tal como lo disponían las regularizaciones fundadoras que imponía la monarquía española. Estaba ubicado, donde ahora se encuentra el Palacio episcopal y Diario Católico, suelos, en donde, si esculcáramos sus pisos esculpidos, encontraríamos entre tallas, figuras y relieves los primeros apellidos de la ciudad.

Para 1700, si nos íbamos al noroeste de La Villa de la ciudad, se tomaba un camino a nivel de la carrera 3, que buscando el cauce la Quebrada "La Puebla", se llegaba a La Plaza San Miguel y en marcha de unos 15 minutos nos topábamos con La Aldea La Ermita, ya los bosques montanos habían sido destajados, ahora el horizonte estaba lleno de rastrojos y matorrales. Visto este panorama, lleno de monte y lejos de la ciudad, todo tomaba cara de cementerio. Nadie quería vivir cerca del cementerio, por lo que cementerio de la ciudad, desde hace rato venían jugando a las escondidas en diferentes esquinas de la vieja aldea. Siempre al cementerio y los muertos tratamos de esconderlos fuera de la ciudad-

Ya para los tiempos de 1850, el cementerio se fue a celarnos, a vigilarnos desde los rastrojos, fuera de La vieja Villa, hasta que para 1900 la ciudad volvió sobre él y, lo alcanzó.

Luego del cementerio del palacio episcopal, Villamizar Molina con su acucioso pensar, nos regala la historia de un cementerio ubicado entre la calle 4 y 5, entre carrera 5 y 6, debió ser para 1800. Como gran Villa, con sus estratos sociales con ínfulas de ciudad, por allí, por ese afuera de la ciudad de ese entonces, también se ubicaba el primer puteadero, primer lugar usado por las caminadoras de la vida, para alivio de los suspiros de algunos atrevidos. El cementerio y las putas, siempre se topaban.

Por largo rato estos lupanares, medraron en los matorrales fuera de la ciudad, en donde la noche se llenaba de un aire quieto y de contenida tristeza. Luego, la ciudad les alcanzó y se transformaron en esquinas, la esquina de la Plaza Bolívar y Plaza San Miguel. Allí, lejos pero cerca, siempre estaba el cementerio y nuestras putas tristes.

Ya para 1920 y 1930, por acentuarse la traída de ganado del largo llano, los lupanares se asentaron alrededor de la Plaza Miranda en la Concordia. Luego de que las hadas de la vida, aquellas que un Lupanar no les gustaba, fundaron las caminadoras y se quedaron dentro de la ciudad. Muy de tarde en tarde y de noche en noche, con lunas distraídas, aun se escuchan sus lamentos y fantasmas de la oscuridad, en los aleros de la hoy esquina de la calle 9 con carrera 7; fue esa esquina, durante el día, la primera esquina comercial de la nueva ciudad y de noche, el lugar de mis putas tristes; siempre vigilantes mientras todos dormían.

Ellas justificaron su mudanza a la 9 y7, porque en la vieja esquina de los Agustinos, carrera 5 y 6, aparecían hombres de blanco, con acento extranjero, acusándoles de sus pecados.

Con los años, el cementerio se mueve, busca los caminos de Filisco y se ubica en la actual Plaza San Miguel, viejo camino que comunicaba con la entonces naciente aldea de la Ermita.

La ciudad sigue creciendo y entonces se muda más al norte, hacia lo que ahora es la calle 16, como huyendo de la ciudad, allí, donde está ahora. El actual Cementerio Municipal, aledaño al Barrio La Guaira, está allí desde 1854, convirtiéndose para el siglo XX, entre la década del 50 y 60, en una reseña de salida hacia Táriba y como única referencia de salida y llegada de la Villa.

Como la ciudad es un sistema vivo, los cementerios y las putas se mueven. Aunque la ciudad huya, las putas siguen cantando divinos almácigos y los cementerios soldando cada uno de sus linderos; todo aparentemente sigue igual que el ayer.