Por momentos temí que el conflicto fronterizo adquiriera tintes xenofóbicos. No me gustaban frases como “los colombianos nos desangran”, ni ninguna que usara el nombre genérico “colombianos” en forma peyorativa. Pero por suerte Chávez no aró en el mar. Los venezolanos sabemos qué enfrentamos: a la oligarquía colombiana y a su narco-Estado, y a mafias bachaqueras (que tienen elementos nacidos a ambos lados de la frontera).
Y sabemos también que debemos mantener el sueño de la Patria Grande.
Dije “sueño”. Pero no es solo un sueño, un anhelo idealista. La integración también se ha basado en necesidades bien pedestres. Es una política internacional del más elemental sentido común y totalmente alineada con los intereses del país.
La integración es el sueño con el cual despertó la América española hacia la independencia. Era hasta lógico: la causa independentista era de todos, y poco decían las fronteras que el imperio colonial había impuesto. Así pensaron Miranda y Bolívar, y también San Martín, O’Higgins y todos los libertadores de la América española. Precisamente ahora, cuando se cumplen 200 años de la Carta de Jamaica, no está de más leerse los párrafos en los que Bolívar, derrotado y aislado (pero realista y visionario), expresa la necesidad de una América Latina unida. Necesidad de hacer contrapeso en el concierto de las naciones, decía Bolívar. Un contrapeso que cada uno de nuestros países, en solitario, no puede hacer.
José Martí, unas décadas después, pudo ver con más plenitud los peligros de la desunión. Martí residió en los Estados Unidos (“Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas”), y sabía que los yanquis estaban listos para saltar sobre nuestra América. Y en primer lugar sobre Cuba, que aún era una colonia española. Los gringos asaltarían la isla, no para liberarla, sino para robársela al decaído imperio español de finales del siglo XIX y convertirla en neocolonia. Para los gringos sería como quitarle el caramelo a un niño. Por eso Martí urgía a empezar la guerra revolucionaria, la guerra por la independencia, ante de que el monstruo diera su zarpazo.
También vio la amenaza Rubén Darío: “Eres los Estados Unidos, / eres el futuro invasor/ de la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”.
Y efectivamente, la potencia del Norte se dedicó, ante la división latinoamericana, a imponer sus intereses en estas tierras. Sus trasnacionales aspiran a extraer nuestros recursos, naturales y humanos, manteniendo la relación de dependencia como una condena. Nos han invadido, quitado territorio, interferido en nuestras políticas internas, han auspiciado golpes de estados y dictaduras: todo para imponer los intereses de las trasnacionales gringas.
La integración es, en primer lugar, un acto de autodefensa.
Y mucho más. Es la vida y la muerte. Venezuela (ni ningún otro país latinoamericano) tiene posibilidades de desarrollo aislado. Su mercado es pequeño (en realidad, hoy en día los mercados de todos los países son pequeños), no puede soportar un desarrollo industrial sostenible.
Esto ya era verdad hace 50 años. Pero desde los 90 se acelera la formación de bloques dentro del sistema capitalista mundial. Grandes bloques. La Unión Europea, el bloque ruso, el chino. Es una fiesta de gigantes, y nuestros pequeños países desunidos no serán invitados al sarao más que como comparsas.
No tenemos la opción de integrarnos o no. Porque o nos integramos o nos “integran” las trasnacionales en su Plan de negocios: y en ese caso ellas decidirán cuál será nuestro rol, cuáles negocios podemos asumir, y cuánto ganaremos del negocio. Nos asignarán el papel que les convenga en la división mundial del trabajo. Por ejemplo, ser una gasolinera, o un país pastoral.
Y ese no puede ser, no lo será, el destino del pueblo de Bolívar.
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