Estamos en octubre de ese año, la cámara del centerfield con su largo zoom tiene el encuadre clásico: Pierzynski, un receptor de origen eslavo, hace misteriosas señas al lanzador venezolano Freddy García mientras el bateador gringo espera el lanzamiento con angustia poca disimulada. Más atrás, al fondo, en la tribuna, borrosos como fantasmas, se puede ver a una pareja de ancianos. Llevan puestos suéteres con la palabra Houston en el pecho. Parecen apacibles, pero los guardaespaldas que observan con celo los alrededores, evidencian que son ancianos letales. En sus arrugadas caras se refleja preocupación, esa que no sintieron por Bagdad. La situación está muy mal para el equipo de casa. Guillen, un venezolano que dirige a los mediasblancas, les esta ganando la serie final del béisbol norteamericano a los Astros de Houston. Ganarla en cuatro juegos seguidos es una revolcada. Y Guillen, creyendo el cuento del país de la libertad, grita a favor de Chávez. Los ancianos que presencian el orgulloso gesto son los que engendraron al alcohólico sicópata que, por esos días, dirige a USA. Sin embargo será la gusanera de Miami, revitalizada con la nueva gusanera venezolana, tan desquiciada como aquella, quienes buscarán vengar tanta osadía.
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