¿Qué decir de Manuelita Sáenz? A nosotros, varones de un mundo profundamente misógino, quizá nos quedaría mejor guardar silencio, tragarnos nuestras culpas frente a una mujer inmensa a quien no podemos mirar de frente sin sentir una profunda vergüenza.
No me da la gana de enumerar sus infinitas glorias, los fastos y lisonjas que seguramente recibió de los eternos adulantes cuando, solo por cobardía nadie se atrevía a negarle sus méritos. Prefiero contribuir a la denuncia de la jauría que se ensañó en ella a la muerte de su hombre. Prefiero pintar con brocha de excremento al cachaco Santander y su descendencia política que hoy culmina en un tal Santos.
Humillada y perseguida por los enemigos abiertos del Libertador, tampoco recibió la solidaridad del resto del mundo que le volvió la espalda mas o menos discretamente, luego de que murió el único varón que pudo merecerla, el padre Bolívar.
Murió en la total indigencia, dicen que apestada, excusa “ad hoc” para quemar también sus libros y cuadernos. Solo otro apestado, otro peregrino enloquecido se acercó a ella en la desgracia: el maestro Simón Rodríguez.
Incluso el merecido homenaje que hoy le dispensamos en lo que simbólicamente asumimos como sus restos, tiene cierto tufillo a sentimiento de culpa. Ese mismo sentimiento de culpa que –herencia histórica- nos hace deudores eternos de un Bolívar a quien otros expulsaron de su tierra para que fuera a morir como un perro en cama ajena. No en vano cuentan que Manuela tenía en Paita dos perros a quienes llamaba Santander y Páez, sin que los pobres perros se inmutaran por eso.
Sus virtudes de todos conocidas como amante apasionada, como militar valiente o como entendida en política, con ser muy positivas, no serían motivo de homenajes fastuosos si nos estuviéramos refiriendo a un varón.
Amantes de hombres grandes o de hombres chiquitos con fama efímera –Lusinchi por ejemplo- ha habido muchas. Sobran en el mundo las Matos y las Ibáñez. Eso de ser amante por oficio es hasta una vulgaridad en la que solo reparan las viejas de sacristía. No es eso lo que se le reprocha a Manuelita, o si se le reprochó en el pasado, fué solo como instrumento de otras causas incalificables. Lo imperdonable, lo que el mundo castiga con saña es su transgresión, su infinita valentía para sobreponerse al rol histórico que la civilización ha endilgado a la mujer desde hace por lo menos diez mil años. El mundo de la mujer, el que se le reserva, es el mundo privado, el que va de la alcoba a la cocina. Por eso no es extraño que cuando una mujer se inmiscuye en las cuestiones que van más allá de su pequeño mundo privado, se diga que es una “mujer pública”, sinónimo de prostituta.
Hoy no sabemos a ciencia cierta si nació en Quito, tampoco sabemos en que parte de Paita la enterraron ni si murió en 1856 o en 1859. Su cuerpo fue sembrado de manera casi anónima y creo que esto no es casual. Era necesario para sus perseguidores diluir su paso por el mundo, regar con sal la tierra que pisó. Tal era el odio de sus enemigos. Sin embargo, gracias a eso mismo, la historia nos la devuelve hoy en un puñado de tierra recogida en cualquier parte “al sur del ecuador” como a ella le gustaba definir su patria.
Algunos puntillosos historiadores insisten por ahí en la necesidad –o necedad- de hacer no se que complejísimos estudios científicos para que no confundamos sus sagrados restos, sin terminar de comprender que lo verdaderamente sagrado de Manuela está vivo y bien vivo entre nosotros. Vive hoy en cualquier mínimo grano de polvo de esta tierra que decimos nuestra en buena medida gracias a ella y a quienes con ella nos la dieron.
La historia mineralizada que nos enseñaron pretendió siempre presentar a Manuela como uno más de los sucesivos y a veces simultáneos amores del Libertador. Era un personaje mutilado de sus más relevantes atributos, digno en todo caso de una condescendencia benevolente, equiparable quizá a aquella Pepita Machado que murió en Angostura en brazos de Bolívar. Cuando mucho se nos pinta a la Manuela que sale espada en mano la noche del 25 de septiembre de 1828 a guardar la puerta de la alcoba mientras Bolívar salta por una ventana y se salva milagrosamente. Esto ya sería suficiente para intuir a una mujer de enorme coraje, sin embargo poco se habla de la militar intrépida, de la organizadora de costureras para el ejército libertador, de la que entiende de hospitales de campaña y de cargas de caballería.
De Manuela podríamos decir lo mismo que ella decía de su amante, ella tampoco pertenecía al siglo en que le tocó nacer. Practicó el único amor posible, el que se practica en libertad, sin la mediación de contratos viles. Fue soldado valeroso y sabia consejera. Saltó sobre todas las barreras del género y es muy poco mas lo que se puede decir de ella, como no sea que su historia merece ser contada una y mil veces. Una historia cuyo detalle pertenece a historiadores con credenciales y que no admite interpretaciones porque reposa en las cartas de su puño y letra y en las que Simón le dedicó.
cajp391130@yahoo.es