Algunos actos de este “primer gobierno chavista“, lucen desconcertantes y despiertan la indignación en el ala mas radical de este proceso histórico que –aceptando la verdad convencional- se inició un 27 de febrero de 1989. Nos habíamos acostumbrado al lenguaje tronante, al discurso sin concesiones ni fisuras del comandante Chávez y quizá estamos olvidando que tambien el se sentó en su momento con Lorencito Mendoza o recibió en La Viñeta a Gustavo Cisneros acompañado de toda su tropa farandulera, solo que Chávez lo hizo en su momento, desde una posición de fuerza y Nicolás luce arrinconado por la virulencia de un fascismo que se monta sobre siete millones de votos.
Que en Venezuela no hay siete millones de fascistas, no pasa de ser una verdad de Perogrullo, un consuelo de mentecatos. Porque lo cierto es que son siete millones de venezolanos que están hartos de nuestras contradicciones, de nuestra divergencia entre un discurso agotado y la realidad concreta. Es cierto que son muchos los beneficios que este pueblo ha recibido en los 14 años transcurridos desde 1999, pero siento que con harta frecuencia se nos olvida que solo la equidad genera consenso, que nuestra exitosa lucha contra la pobreza no se ha montado sobre la lucha contra la riqueza sino sobre un grosero incremento de la acumulación capitalista que Giordani llama Socialismo del S. XXI.
Vista desde esta perspectiva, la conducta de Nicolás luce coherente. Es el reconocimiento de nuestra pérdida de fuerza, frente a un enemigo que solo puede combatirse al fracturarlo con concesiones parciales. Ahora solo falta que en una carrera contra el tiempo, seamos capaces, mientras dialogamos amablemente, de recoger los tiestos del jarrón que se nos estrelló contra el piso cuando se nos fué Chávez e intentar pegarlos, pero que nadie espere que sea otra cosa en el futuro que un jarrón pegado. El jarrón original, era nuestro llorado Comandante.
Desde siempre en la Modernidad, se sostuvo que las revoluciones pagaban su triunfo en sangre. A nadie se le hubiera ocurrido que una revolución –armada o desarmada- pudiera ser pacífica, pudiera mantenerse dentro de los cauces de la política. Y si se le ocurrió a Salvador Allenede en 1973, ya sabemos en que terminó. Despues de todo, Clausewitz nos enseñó que “la guerra es la continuación de la política por otros medios“.
Hasta el 4 de febrero de 1992 todos habíamos sostenido el supuesto de que para acceder al poder era necesario el uso de la fuerza, pero desde 1994, cuando Chávez salió de la cárcel, se inició un proceso de reflexión de la izquierda venezolana que culminó en la aceptación debatida y consensuada de la vía institucional, abierta por una democracia burguesa que a su vez se sabía –como nosotros ahora- demasiado debilitada por sus propias contradicciones como para intentar las medidas atrabiliarias que tomó Rómulo Betancourt en 1960. Y en 1999 triunfamos, pero como todos los triunfos de la historia, este nació con sus contradicciones en semilla, algo que parecen olvidar muchos que se dicen marxistas sin haber leído a Marx.
A los “cabeza caliente“ que todavía sueñan cinematográficamente con las imágenes de todas las grandes revoluciones de la Modernidad, habrá que recordarles que inmolarse es hermoso, es un acto estético que culmina en alguna plaza pública donde el que se inmola termina convertido en estatua de bronce, o de yeso con pátina de bronce, porque, al precio que se ha puesto el bronce, cualquier “latero“ puede robarse la estatua y el heroe termina doblemente inmolado en una recuperadora de metales.
Pero ¿tiene sentido la inmolación?... es algo que desde la perspectiva de un observador externo, de un televidente o un lector de la historia, nunca puede juzgarse. Si el inmolado tenía fe plena en la victoria final, en la utopía; si sabía que la menguada vida individual no es nada sin la de los demás, entonces la inmolación adquiere dimensiones épicas. Pero si es solo un acto irreflexivo, producto de un momento de histeria, es una suprema y lamentable tontería... ¿quién lo puede saber mas allá del inmolado?
Y si solo es un desahogo verbal que invita a inmolarse a los demás, pero al que no estamos dispuestos por cobardía o conveniencia, es una canallada.