Nunca he poseído vehículo y no está dentro de mis planes tenerlo, por ahora. No tuve ni tengo los fondos suficientes para apropiarme de un cacharro. El más barato, es carísimo. Por otra parte, conducir no me ha llamado la atención aunque con los chocones que llevó una vez un parque mecánico a Catia me divertí parejo. Perder la sindéresis tampoco me causa nota, y manejar –al menos en Caracas– no garantiza estabilidad emocional.
No quiero imaginarme, machete en mano, discutiendo con otro encolerizado o encolerizada para definir quién fue el primero en tragarse la luz y en consecuencia salir derrotado o vencedor. Por todo ello, uso el Metro.
Con todo lo que podamos criticarle, es lo mejor que hay en materia de transporte capitalino. Cierto es que ya no podemos planificar estar a la hora tal en el sitio cual, porque los trenes pasan acogotados, pero la culpa no sólo es del sistema. Cuidado si es más nuestra. Conscientes del asunto, deberíamos planificar el abordaje con suficiente antelación ¿verdad?
Lo cierto es que –juremos que es así– el gusano de lata está en la mira de quienes no desarman las ideas de la desestabilización política. El secuestro de dos trenes en Propatria el viernes 12 de este mes, parece confirmarlo. Y parece confirmarlo también el pitazo al que convocó uno de los seguidores del golpista Leopoldo López. Y también los actos de provocación que en los últimos días hemos presenciado en andenes y vagones donde uno que otro bocón empieza –en voz alta– a despotricar contra este comunismo democrático revolucionario que nos está matando.
Llegó la hora de poner rodilla en tierra a favor del Metro de Caracas. Es momento de obviar el asunto del aire acondicionado, las escaleras mecánicas y las fijas y el nada cómodo capítulo de pegar la axila con la axila del otro pasajero. Defender ese animalón de carro, que de paso es gratis –¿verdad que sí?– es casi que un deber patriótico. Cueste lo que cueste y a pesar de haber sido construido durante la Cuarta República, hoy es ícono de la Revolución.
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