Sobrevivir en el corazón del cerro no es fácil. A quienes analizan “desde abajo” esa realidad, por más sensible que sean y por más preparación socio-académica que hayan obtenido, poco sencillo les será interpretar el dolor y la rabia magullada que se debe administrar ante las inclemencias propias de esos espacios, sin meterse en ellos de pata y cabeza.
Comento en ocasiones que no hay nada más rico que la esquina del barrio en el que se nace, se crece y se lucha. La esquina del barrio es el rincón preferido para todo. Desde armar la rumba de los viernes en la noche hasta cazar el momento en que no haya nadie en ella para ocuparla, con quien deseamos sea nuestra pareja.
“Nos vemos en la esquina”, es allí un decir. La palabra esquina es como un desafío a la civilización porque, a fin de cuentas, ¿quién dijo que las esquinas sólo están abajo, en la gran ciudad? También en esas moles de tierra adentro tenemos derecho a tener una.
A esas esquinas acudimos también desde que somos chamas y chamos. Nos encanta forrarnos de lo que hace la gente grande; ser como ellas y ellos y hasta resistir sus chalequeos con tal de ser aceptados. Ese roce, entre otras cosas, nos enseña a amar nuestros cerros y a aprender a caminar entre sus dobladas piruetas de tierra y cemento –muchas veces– mal “echao” atiborrados de cervezas, música con alto volumen y bajo el sol.
Seguro que las niñas y niños tapiados por las olas de tierra que sepultaron sus casas durante los días pasados en buena parte ya conocían sus esquinas. Y en más de una ocasión, seguramente que allí sonrieron, lloraron y vieron elevar sus fantasías con olor a ingenuidad.
Hoy, esas chipilinas y chipilines no están. No regresarán. La injusticia de un sistema que se niega a morir se encargó de ahuyentarlos. Por ellas y ellos y también por sus atribuladas madres –solteras en buena parte– y padres, prohibámonos aflojar la lucha. ¡Honor y gloria a nuestras pequeñas y pequeños mártires!
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