Si alguien puede transmitírselo personalmente, dígale por favor a Don Mario Vargas Llosa, de parte de Farruco Sesto, Ministro de Cultura de Venezuela, que es un necio. Seguramente no se verá bien que un ministro le llame necio a tan alta personalidad de las letras. Pues se supone que un funcionario, sea del nivel que sea, debe guardar las formas y no caer en desmesuras.
Lo que pasa aquí, es que a este ministro le parece que Don Mario se está pasando de la raya. Eso de que a cada rato, y a veces sin venir demasiado a cuento, la emprenda en sus rabietas personales, con insultos incluidos, contra el pueblo de Venezuela y contra su legítimo y legitimado presidente, lo único que muestra es el grado de ofuscación de este escritor.
Ofuscación que, a mi juicio, no deja de estar cimentada sobre un soporte de fanatismo e intolerancia. Pues fanático es el que no atiende a la realidad sino sólo a ideas preconcebidas, sean éstas o no atribuidas a alguna divinidad, y adapta su actuación obsesivamente de acuerdo a ellas. En el caso de Don Mario, su adscripción incondicional a los esquemas neoliberales y a los poderes que los imponen y sustentan, lo lleva a dejar de ver las cosas como son, coloca un vidrio coloreado entre sus ojos y el mundo, y lanza a su inteligencia por un tobogán que tiene prefijado el recorrido y la llegada. Sólo un fanático puede centrarse en sus personales manías de la manera en que lo hace Vargas Llosa. Y digo también que su ofuscación se sustenta así mismo en una buena dosis de intolerancia. Pues intolerante es quién no trata de comprender lo ajeno, quien no acepta al otro en su dimensión, quién solo admite un único modelo de actuación en sociedad. Y, hay que anotarlo, Don Mario, coincide en sus posiciones con una buena parte de la sociedad norteamericana y con algunos sectores de la clase media europea. Es curioso. Estos sectores se ven a sí mismos como tolerantes. Tolerantes ante la diversidad sexual (como debe ser), las costumbres, las creencias, los ritos y los gustos. Pero hasta ahí se llega. No más allá. A la hora de la verdad, en aspectos esenciales para la vida en común, la tolerancia tranca sus puertas y se agota en sí misma. Cede el paso a la intransigencia más absoluta. Por ejemplo, ante la posibilidad de que los pueblos y las naciones exploren distintos modelos de democracia, diversas formas de organización social y económica para resolver sus problemas, la respuesta es que eso no es posible. No hay más democracia que una, la verdadera, y nada más que una fórmula económica de organización.
De manera tal que si los pueblos quieren saber donde está la verdad revelada, deben apelar al manual de Don Mario. Claro que en todo esto hay un universo de hipocresía. Sólo un fingidor absoluto puede aceptar sin estremecimiento del alma las extrañas virtudes de la democracia norteamericana. De modo que, volviendo a los comienzos, si alguien puede hacerlo, dígale a Don Mario que es un necio. Y también un fanático, un intolerante y un farsante. Pero, sobre todo, que es un necio de toda necedad.
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