Ayer se cumplieron tres meses desde la partida del Comandante Hugo Chávez.
Noventa días que han venido sonando duro, uno a uno, cada mañana al despertarnos, como golpes secos en el alma.
Pues cada día que pasa nos sigue pareciendo imposible.
Y nos sigue pareciendo injusto, si es que hay algo así como una justicia del destino.
No lo merecería Chávez con esa voluntad de vida y esas ganas enormes de hacer cosas, de transformar el mundo. Con tantos sueños, con tantos compromisos.
No lo merecíamos nosotros, sus hijos e hijas, sus compañeros, que lo seguimos y lo amamos.
Pero la fatalidad no sabe de merecimientos. Es ciega. No es humana.
Humanos somos nosotros, que llevamos orgullosamente esa carga de sentimientos que nos hace más buenos, más nobles, más conscientes. Y que tanto cultivamos con Chávez.
Él nos dio grandes lecciones de política, es cierto. Pero con ellas nos enseñó además que no hay política sin humanidad. Que una va con la otra en lazo indisoluble.
Nos dio argumentos para convencernos de que la política es amor. Pero, sobre todo, nos dio la muestra de su propia vida, absolutamente coherente, toda ella construida en torno al tema del compromiso con los pobres de la Tierra.
Es, pues, con la bandera de ese amor que podemos seguir aquí, continuando la revolución que Chávez nos encomendó.
De ese amor nos nutrimos. De su fuego extraemos la fuerza necesaria.
Pues nada puede contra él. Ningún destino adverso puede derrotarlo.
Y así, de esa manera, cada día avanzamos y nos sentimos invencibles.
Sabiendo, porque lo llevamos en el corazón, que el propio Comandante nos acompaña todo el tiempo, desde su tan cercana, tan entrañable eternidad.
