Considerar el problema del trabajo en Venezuela nos lleva directamente al problema social que vivimos y que viene agudizándose desde hace más de veinte años. Con la derrota del los movimientos obreros en el mundo durante los años sesenta y setenta, y logrado el llamado “Consenso de Washington”, el capitalismo comienza a desarrollar una maniobra gigantesca en función de garantizar sus ganancias, liberando los mercados, finanzas, descentralizando toda la producción industrial y privatizando empresas y bienes tradicionalmente en manos del estado. Se quiebra por tanto la base del “estado social” que sirvió de marco de contención de la revuelta popular, principalmente en los países nórdicos. Toda esta maniobra viene acompañada por una transformación tecnológica que nos lleva a la superación del viejo modelo “fordista” por otro que pondrá todo su acento en las comunicaciones y la caducidad tecnológica planificada, lo cual a su vez incrementará en forma exponencial el monopolio mundial del conocimiento y la tecnología en manos de las corporaciones transnacionales y la propia concentración de las mismas, además de dejar de hacer de la “inversión” en gran escala un elemento de creación de trabajo, por el contrario, en muchas zonas en el mundo empieza a palparse la inversión capitalista, y particularmente de carácter transnacional, como una causal inmediata de desempleo. La enorme crisis política y económica que vive el sistema de capital, o la ganancia capitalista que es lo mismo, en los años setenta queda superada mediante esta maniobra de corte global que transforma de lleno el contexto mundial en detrimento de los países dependientes y periféricos, los cuales pasarán a convertirse desde ese entonces en exportadores netos de capital a través de la fuga de capitales y el pago de deuda, fortaleciendo así la generación de relaciones neocoloniales en el mundo, comandadas administrativamente por el FMI, el Banco Mundial y la OMC.
En países como el nuestro este recambio de correlaciones de fuerza en el plano global tuvo consecuencias desastrosas. El modelo de sustitución de importaciones, de inversión nacional de capital, de ahorro interno, de estabilidad de precios y de la moneda, existente desde los años cuarenta, pasa a convertirse en un sistema caótico de apertura paulatina de todos los espacios financieros y de mercado, de privatizaciones o desaparición de empresas, trayendo como consecuencia la descapitalización total del país además de un proceso imparable de desvalorización del trabajo por vía de la devaluación, la competencia interlaboral, la pérdida de derechos laborales y el desempleo; fenómeno que se incrementa al punto de condenar a más de la mitad de la población a la marginalidad total, el desempleo y el empleo informal. Mientras se fugan más de trescientos mil millones de dólares en manos de la gran burguesía que preferirá ponerlos en el mercado financiero internacional, Venezuela sólo tendrá la escueta renta petrolera (de un petróleo desvalorizado por la misma crisis de la OPEP y la desnacionalización escondida de PDVSA) como mecanismo de reproducción social y económica, sin embargo, ella misma será usada principalmente para el enriquecimiento de los sectores dominantes del país. Semejante cuadro aceleró el deterioro de todo el espacio de legitimidad en que se soportaba la democracia representativa en nuestro país, generando estallidos sociales como el del 27 de Febrero del 89, pero además produce un cambio sustancial en las relaciones de producción, al punto de crear la paradójica situación de vivir en una sociedad de alto consumo capitalista, llena de espacios comerciales y terciarios, rodeada en todos sus costados por los valores más individualistas y utilitarios, y al mismo tiempo constatar como se desmorona internamente, creando escenarios de violencia social, indigencia, hambre, terribles, propios de una mayoría tremendamente excluida y oprimida, viviendo en ciudades y cuya única esperanza es toparse de alguna u otra manera con algún fragmento así sea minúsculo de la gran cantidad de moneda que circula caóticamente.
Tenemos por tanto en Venezuela la presencia en su más alta expresión de la sociedad que nace del “golpe de estado” neoliberal en el mundo. Una sociedad dominada por el trabajo de servicios, la tecnología electrónica, las comunicaciones, la producción simbólica e inmaterial en general. Todo ello muy ligado a una clase media profesionalizada y un sector de pequeñas empresas que al mismo tiempo va produciendo para sí misma una subjetividad social aristocrática y separada del mundo, profundamente distante de todo contexto que implique el reconocimiento de una identidad cultural propia y ligada a los valores de la resistencia popular. Esto la hace tremendamente conservadora y reactiva a cualquier cambio político y social que suponga un esfuerzo solidario, un reconocimiento del “otro” y un proceso en pro del igualitarismo social, de allí su preferencia manifiesta por el paraíso consumista que simbolizan los EEUU y la declarada sumisión a su mando y valores. Tal es la circunstancia que vivimos en estos últimos tres años de conspiración de derecha en contra de la opción revolucionaria bolivariana.
Alrededor de este mundo perviven fórmulas de trabajo asalariado alimentadas por sectores provenientes de los sectores más empobrecidos, aunque en un bajo porcentaje. Trabajo por lo general a destajo, de contrataciones que muchas veces no pasan de tres meses, con un mínimo reconocimiento de derechos, víctimas de todo tipo de abusos patronales pero donde no se escapan algunos sindicatos que utilizan la pobreza como fórmula de extorsión al mas necesitado, convirtiéndose ellos mismos en agencias millonarias de empleos como pasa a nivel de la construcción y en la industria petrolera. La misma desnaturalización, corrupción y burocratización del sindicalismo tradicional, facilitó este camino hasta descomponer por completo el espacio sindical del país. Pero en todo caso, el llamado anteriormente “trabajo productivo”, su amplitud y proceso de autoorganización, con la propia evolución del capitalismo nacional se ha ido desvirtuando por completo hasta convertirse en una periferia explotada sin mayores posibilidades de encontrar algún nivel de estabilidad vital. Esto ha hecho que mercados de trabajo como el buhoneril o hasta el de la droga, no dejen nunca de ser una opción para aquellos que no tienen otra cosa sino su fuerza de trabajo que ofrecer, creándose desde allí otro conjunto de estratificaciones soportadas en mafias, contrabandistas y todo tipo de mandos ilegales, que van constituyéndose en una nueva burguesía al margen de la ley o esquiva a ella, apartada de los espacios tradicionales de la oligarquía. Siendo únicamente un 20% los que gozan de un trabajo estable ya sea obrero, campesino, de servicios o burocrático, podemos decir que esta es una realidad que poco a poco ha venido invadiendo el todo social, no habiendo otra salida práctica, más allá de lo individual, que no sea mediante un cambio profundo de estructuras y de relaciones de producción.
Este cambio ha sido también una alternativa buscada de una manera cada vez más conciente por las clases trabajadoras, como lo testimonia el apoyo de todo orden que ha tenido el proceso bolivariano en estos últimos seis años. La misma “revolución” ha tenido que aclarar su propia postura ante semejante cuadro de deterioro, no siendo hasta los momentos una revolución socialista con una intención abierta a favor de la expropiación de capitales. Su tímido comienzo en algunos planes de desarrollo alternativo, créditos y microcréditos, democratización de la tierra, en la medida en que se ha extendido la lucha de clases ha tenido que abordar con mayor énfasis la creación de espacios que se aproximen a un desarrollo ampliado de una economía socializada. El porcentaje aún sigue siendo mínimo, no mayor de un 10% de la fuerza de trabajo, sin embargo, comienza a nacer un espacio cooperativo, de desarrollo endógeno y autogestionario que sirve de punta de lanza para la creación de nuevas relaciones de producción de carácter solidario que puedan hacer frente a un capitalismo cada vez más empobrecedor, monopólico y devastador. La utilización de la misma renta petrolera para ello, cubriendo los costos de una transformación que se quiere pacífica, sin lugar a dudas que constituye un acto de liberación y autodeterminación extraordinario. No obstante estamos todavía en pañales, la burocracia y el antisocialismo inserto en amplios sectores de gobierno hace estragos, a lo más que hemos podido llegar es ha ampliar la heterogeneidad de la práctica laboral, sustituyendo la superposición fragmentaria de tareas, al menos en algunos sectores laborales, por la combinación del trabajo cooperativo y el trabajo de sobrevivencia, lo que ya representa un avance.
Ahora bien, el camino recorrido hasta los momentos ya nos permite visualizar nuevas dimensiones a través de las cuales podamos avanzar en firme hacia una economía “no-capitalista” y un trabajo “no-explotado”. Pero para ello hace falta, en primer lugar, extender el proceso de democratización de la propiedad tanto de la tierra como de la industria a una escala muy superior a la llegada hasta hoy. Es tal la cantidad de tierras ociosas, de industrias abandonadas, que en caso de desarrollarse una política agresiva por la socialización de ellas hasta podrían aminorar en forma considerable el desempleo, incluida buena parte del empleo informal que ya para muchos pasa a ser una humillación. Con la apertura de escuelas y universidades, de prácticas de formación y educación popular hacia estos espacios ya retomados, se podría empezar a crear en Venezuela una clase obrera de la ciudad y el campo altamente cualificada y con capacidad de dirección colectiva. Es de alguna manera lo que ejemplifican actualmente casos como el de Venepal (retomado por los trabajadores) y Alcasa donde el gobierno intenta empezar una política de cogestión revolucionaria paralela a la misión “vuelvan caras”. Pero esto evidentemente implica una definición política por parte del gobierno que solo se le oye a Chávez al menos en sus altas esferas, es necesaria entonces que la radicalización revolucionaria se amplíe y materialice, además de una abierta reivindicación de estos principios por parte del sindicalismo bolivariano hoy naciente. Y en segundo lugar, para ir todavía más lejos, ya es hora de comenzar a superar los conceptos capitalistas del trabajo, donde sólo se entiende por tal lo que produce de manera directa o indirecta mercancía. Esta interpretación aberrante del esfuerzo creador y productivo de los seres humanos tiene que empezar a ser cambiada por un reconocimiento explícito de lo que es el trabajo reproductivo y solidario, uno preferentemente en la casa, centrado en el esfuerzo de la mujer, el otro como aquel espacio de militancia social que ha venido extendiéndose de manera tan positiva en nuestro país. Ya basta de becas, bonos y subterfugios que no van al grano y más bien favorecen cualquier cantidad de corruptelas, burocracia y abusos. El salario social como categoría económica universal tiene que ser reconocido y pagado, recibiendo los mismos derechos de todo trabajador, además de que se trata de un espacio extraordinario para la formación y la organización popular, tal y como se previó en la Asamblea de Barrios en el año 92.