El DRAE define a Hortera como vulgar o de mal gusto, y por su parte el
diseñador Andrés Sardá, dice: ''Me parece hortera cualquier cosa que se
haga sin sentimiento''.
Yo en Venezuela defino como hortera a todo aquel que sea escuálido, es decir, por ejemplo, cuanto hace un Carlos Ortega, el presidente estafador de la CTV. Un hortera no tiene en qué pensar, y le encanta visitar centros comerciales. Se levanta tarde, revisa de la prensa ante todo los números de las lotería, las esquelas mortuorias y el horóscopo. Además, en aquellos tiempos, Carlos Hortera pasaba revista a las grabaciones que su equipo de trabajo le hacía de los programas de Walter Mercado, Hermes y la bruja Adriana Azzi.
Mezclaba Carlos Hortera a la política con la moda y la chismografía, a la limosna con la caridad, al snobismo con la “lucha revolucionaria” y a la gastronomía del hartazgo con la lucha del hombre contra el hambre.
Cada mañana, cerca de las 11, en la época voraz de las marchas contra
Chávez, Carlos Hortera miraba cómo había quedado sus fotos en la prensa;
qué tal sus declaraciones, cómo lo reseñaban los noticieros
internacionales. Qué buena prensa entonces tenía, y le encantaba el mote
que le había encasquetado Patricia Poleo: “El Lech Valesa venezolano”.
Todo era color de rosa, y aspiraba a que si le tocaban un pelo las hordas
asesinas de los círculos bolivarianos, ardería toda Venezuela. Estaba
seguro de que jamás se le podría tocar un pelo. Y aquella soberbia, aquel
vozarrón de verdulero en el mercado, aquella gesticuladera, aquellas
tembladeras de su jeta y de sus labios emitiendo los partes de guerra al
lado del otro muñeco de torta de su tocayo Carlos Fernández, en plena
infarto económico aquel diciembre de 2002...
En ese diciembre del 2002, en plena Noche Buena, los dos Carlos se fueron
a Aruba a jugar bingo, mientras la Billo`s Caracas Boys amenizaba con sus
rumbas a los “lutos activos” en la Plaza Altamira.
¡Qué tiempos aquellos!
De aquellos partes de guerra salía Carlos Hortera a algún casino a jugarse
un binguito. Y si las circunstancias se lo permitían, cogía para casa de
algún banquero, de algún magnate u obispo, y allí hasta la media noche se
desestresaba tapando numeritos, en espera de que la suerte le augurara un
buen final en la lucha contra el tirano Chávez. Siempre consideró que la
buena suerte en el juego le haría propicia una salida victoriosa en su
carrera política.
Poco a poco se le fueron cayendo todos los esquemas propiciadores de la
victoria, y fue entonces cuando pidió a gritos que la CIA se apiadara de
la Coordinadora. Huyó del país y dijo como McCarthur que volvería. No lo
hizo ni siquiera como Chapulín colorado, sino que se disfrazó en un
esfuerzo supremo para ver si, según los nuevos hados (por recomendación
del brujo Manguango), en un casino de Bello Monte, la suerte le cambiaría.
Pero perdió en todo: perdió la peluca, perdió el olor de las multitudes,
perdió el color y la esperanza. No era el intocable que se creía. No era
nada, y hoy ni Fausto Masó se acuerda de sus proezas. Todo era postizo en
él, hasta los bigotes de la víspera.
Qué cosa tiene la vida. Qué cosa.
jrodri@ula.ve