Claro que se llevó a La Habana -donde cumplirá una nueva etapa de su tratamiento médico- las de su equipaje personal, pero más personales aún fueron las que menos bulto hacían: esas que cargadas de amor de pueblo le fueron entregadas luego de su insurrección el 4 de febrero de 1992 cuando clavó la estocada final a los sinsabores arrastrados por la nación durante su existencia.
Para su equipo logístico, esas maletas no representan problema alguno al momento de organizarlas en orden de importancia. Siempre están de primeritas. Es más, sirven de guía. Su brillantez dicta la pauta a seguir: tamaño, color, peso, etc.
Lo mejor de todo es que el propio Hugo está consciente de las toneladas que esas maletas tienen en su existencia. Sin ellas, no fuera el huracán desatado que no sabe medir pasiones cuando de hacer un reclamo o brindar una poesía se trata; sin ellas, Hugo fuese sólo Hugo: seco, insaboro, incoloro.
Pero no: esas maletas que son moléculas de su ánimo y de su chispa las lleva consigo una vez más. Están que revientan cierres y cerraduras porque el sentimiento del colectivo venezolano es rebelde cuando lo encajonan, pero lo acompaña a donde la vida lo lleva y ahora no fue la excepción. Incluso, en ellas está buena parte de su sanación. Antes y luego de cada quimioterapia, tomará una poción de su contenido para untarse la lesión y acelerar la cura definitiva.
Regresará nuevecito. Repotenciado. Sonriente como siempre. En la línea, como quien dice. Emprendiendo combate contra mil y más batallas. Contra mil y más demonios desatados que no logran entender aún que la felicidad es la que debe imperar.
Tranquilo Hugo. El tiempo que sea necesario, ni un día menos ni un segundo menos. Cuba sabe que como buen soldado, no eres mal inquilino. Que nuestros rollos acá no te quiten el sueño allá. Para eso estamos todas y todos: para sujetarlos por los cachos. Retorna sólo cuando debas hacerlo. Siempre tendremos muchas y muchas y muchas maletas para ti.
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