DE ENTRADA
La hipocresía elitesca de la oligarquía venezolana siempre le ha llevado a negar que en Venezuela no existan ni racismo ni diferencia de clases. Un solo ejemplo demuestra lo perverso que son esos dos flagelos sociales y es la denominación de las aguas servidas, de las aguas sucias, por aguas negras. Y si quieren otro sólo tienen que darse cuenta que los papeles protagónicos de las teleculebras de choferes, mucamas, jardineros, porteros, eran desempeñados por negros. O este otro. Nunca el teatro Teresa Carreño fue visitado por los pobres de Caracas. Porque los ricos hacían ver que las Bellas Artes no eran para ellos sino para las élites. Tanto que el Teresa Carreño al igual que el Hotel Hilton, parecían privados y no del pueblo. ¡Qué bolas no!
Lo que les narro a continuación en un hecho de la vida real. Tan sólo cambio algunas cosas por razones de ética y profesionalismo. La historia comenzó en una esquina caraqueña, continuó en el DF mexicano y, una parte de ella, terminó en la selva amazónica.
El contenido de la historia muestra crudamente el racismo y la diferencia de clases que impera en nuestro país; que los pelabolas nunca tuvieron derecho a nada, y los ricos, sí y a todo. Y, por supuesto, evidencia también, que nunca ningún Presidente se preocupó por ellos, y, mucho menos los oligarcas, a quienes sólo les interesó siempre enriquecerse explotándolos, pagándoles salarios miserables y obstaculizando su crecimiento profesional y espiritual. Aparte de mostrar el desprecio por el pobre y el disfrute de la cordillera de dólares que le generó la IV República la explotación de los inmensos recursos naturales del país.
Todo comienza cuando en una intersección de dos esquinas caraqueñas chocan un lujoso Rolls Royce y una marginal motocicleta conducida por un joven negro de alto afro y rin de Volkswagen en el pecho. Del aristocrático auto se bajó una linda muchacha (La Niña Elena) quien dirigiéndose al motorizado le dijo: ¿No te pasó nada? ¡Que bien! Por la moto no te preocupes que mi padre te la arregla. O te regala una nueva”. Pedro, que así se llama el motorizado, tomando gentilmente del brazo a la hermosa chica a su vez le dijo: “No. Por mí no te preocupes. Lo importante es que no te ha pasado nada”. Los jóvenes se miraron a los ojos y se enamoraron ipso facto. Cuando los conocí en el DF México ya eran esposos y vivían en un humilde apartamento que la sala-comedor-cocina de noche era dormitorio. Ambos estudiaban Antropología en la UNAM. Y pasaban más trabajo que ratón de ferretería.
El viacrucis se inició en Caracas cuando los padres de La Niña Elena, residentes de Lagunita Country Club, se enteraron que el galán vivía en el barrio Los Sin techo, de Caracas, que su papá era un simple obrero del Aseo Urbano y su mamá una humilde ama de casa. Allí se “Armó la de San Quintín”. A Elena la desheredaron y la corrieron de la casa cuando se casó con Pedro. Y desde allí pasó a formar parte de los pelabolas nacionales. Es decir saltó del cielo a la tierra. Ya no habrían para ella más fiestas del jet set, ni trajes cortados por los más acreditados modistos de Europa, ni trigo traído de los Alpes Suizos en el avión de su papá. Los padres de Elena se arrecharon porque la Niña se había casado con una tusa. Con un bolsiclón, con una negro mojino. Con un “pateenelsuelo”. Con un marginal.
En México, Elena lavaba y planchaba su ropa y la de su marido. Por esos sus bien cuidadas manos de antaño ahora parecían las de cualquier mujer de los cerros caraqueños, con marido e hijos. Su dieta –nada que ver con la de La Lagunita (con chef y a la carta) – consistía en grasosas tortas y humildes tacos. De vez en cuando Toni inventaba fiestas en el apartamento e invitaba a Pedro y Elena, para que ésta comiera bien una vez. Por supuesto que la mujer se daba cuenta y se lo decía. Vale decir que Luis, Toni, Toño y este servidor integrábamos un grupo folklórico, que tanto historia generó en el mundo del folklore latinoamericano, que en ese entonces anidaba en la capital azteca.
Cómo sería de millonaria Elena que una vez montó una subasta con sus “trapos” en una de las calles de La Zona Rosa, muy cerca de la sede de la embajada de Venezuela y la “arta arcurnia” mexicana quedó turulata. Con el “platal” que obtuvo en ese evento los tortolos vivieron mejor y terminaron su carera en la UNAM.
De Elena no he vuelto a saber. De Pedro supe que habría fallecido ejerciendo su profesión en la selva amazónica.
Pedro y Elena mostraron que la diferencia de clase y el racismo son dos terribles flagelos que mucho daño han hecho al pueblo excluido de Venezuela, y que una cuerda de sinvergüenzas e hipócritas se han empeñado en asegurar que nunca han existido. Son los mismos que pretenden gobernar de nuevo a nuestro país.
Pedro y Elena, en lo personal, me enseñaron de manera directa, cruda, contundente, que el racismo y la diferencia de clase social siempre han existido en Venezuela pese a que los “chivatos” se empeñaron en negar. Que la Oligarquía, a través de los gobiernos cuartorepublicanos, nunca le interesó educara los pobres porque la educación, el conocimiento, les permitiría adquirir capacidad de discernimiento, de análisis, de evaluación, y eso no les interesaba porque un pueblo culto, educado, está en mejores condiciones para elegir a sus gobernantes.
americoarcadio@yahoo.com