Me pregunto si es posible convenir que nuestra revolución se agita cada vez que antepone desafiantemente al poder mundial un signo de su radicalización.
Mientras en Europa los grandes magnates y tecnócratas que manejan el poder en medio de la descomunal crisis que sacude sus cimientos culturales (véase el bochornoso caso de la Realeza española, o el llanto paradigmático y de inusitada densidad gestual de la catástrofe anunciada por la italiana Elsa Fornero), Hugo Chávez sube el telón de la desgracia que escondía la opulencia petrolera de la Cuarta República y muestra al mundo lo que permanecía velado en su estado natural: la miseria, la pobreza de aquella Venezuela traicionada, que fue bautizada alguna vez como “tierra de Gracia” o recibida por Caldera como un regalo de la providencia.
En su simbología originaria, Venezuela era dueña del petróleo. Y fue tan doméstica la noción de que era de todos, mía, de mi Mamá, de mis amigos del barrio, de adecos, copeyanos y comunistas (como fue El Nazional una especie de animal doméstico), que no puedo dejar de recordar nuevamente a Alfredo Maneiro cuando dijo que desde 1958 no se veía en el país una reconciliación tan bien teñida de unanimidad y plácemes clasistas, que opacó el fervor del 23 de enero hasta torcerle el espíritu a punta de millones y millones de dólares provenientes del sobre ingreso petrolero.
“Sembrar el petróleo”, vaya ironía.
Ese telón Kunderiano que Chávez ha levantado durante los últimos trece años, no podrá bajarse ni subirse al modo del teatro de pacotilla, o de chistes de bares. Porque lo que queda al descubierto es una emergencia histórica cuyo peligro nos acecha, pero por eso mismo nos subleva.
Sabemos que de un lado, una oposición mefítica, malograda espiritualmente, apátrida, intenta llevar al suicidio a sus seguidores; de otro, revoluciones como la nuestra son ferozmente amenazadas por los tentáculos desplegados por la OTAN a escala mundial.
Nos estamos enfrentando a un capitalismo agonizante y por eso despiadado.
Hay que sembrar el socialismo porque nada vendrá por añadidura.
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