Imaginamos que es muy difícil cambiar de la noche a la mañana, máxime si estamos convencidos de que la forma como hacemos las cosas es la mejor.
La literatura de autoayuda habla de fórmulas casi mágicas para que las personas se reinventen a sí mismas cuando atraviesan etapas de confusión o de crisis. Pero eso no es más que papel y tinta impreso para vender esperanzas. La realidad indica que modificar la personalidad de alguien es un proceso largo y difícil, que no se decreta ni sucede de un momento a otro.
Entendemos que se puede moldear el carácter y moderar conductas que resulten incómodas a terceros o poco constructivas para quien tenga algún tipo de trastorno. El carácter se forma con el aprendizaje, pero la personalidad, entendida como el conjunto de aspectos que definen a alguien, se configura a lo largo de la vida y es lo que nos diferencia de los demás. Son nuestros hábitos, la forma como pensamos, las actitudes, los principios. Meter todo eso en un saco y decretar su desaparición porque la vida nos ha puesto frente a un abismo, puede ser un deseo bien intencionado de mejorar las cosas, pero un reto casi imposible de alcanzar.
A Chávez la vida lo puso en enorme dilema existencial y él sólo tuvo tiempo de tomarse "24 horas para pensarlo". Esas horas significaron su escogencia sobre el tipo de existencia que quería tener en lo adelante. Deben haber privado sobre su decisión, no sólo sus sentimientos personales, los más válidos en circunstancias así, sino también la enorme responsabilidad de la conducción de un país que depende de él y que vive momentos cruciales. No se trataba de decidir entre vivir más o menos tiempo, sino también de la fortaleza que implicaba hacerle frente a su propia determinación. Lo hizo con talante y dignidad. Prometió vencer y vivir.
Pero agregó que de la forzada reflexión había emergido un hombre nuevo. Le creemos el sentido de sus palabras, entendemos el coraje con que se enfrentó a esta nueva encrucijada, pero no dejamos de preguntarnos cómo serán los desvelos cuando, en sus horas de soledad, aparezca el viejo Chávez a reclamar las interminables horas de exposición pública, con las cuales parecía estar tan a gusto; o las exigentes jornadas de trabajo, esclavizantes para sus colaboradores y desgastantes para su propia persona, como ha quedado harto demostrado.
Preferiríamos a un hombre menos dios y más humano; alguien que acepte sus limitaciones y que permita que otros lo ayuden con la carga; que no se siga sintiendo invulnerable y cese de repetir que está curado, porque nadie se cura de cáncer en unos meses. Nos gusta el hombre fuerte y de risa franca, pero quisiéramos que el ser humano que lo habita admita que lo es y que requiere ayuda y descanso. Ojalá comprendiera que precisamente porque su gente lo necesita, debe estar menos presente y más ausente consigo mismo, atendiendo los reclamos de su cuerpo. Nadie va a dejar de quererlo porque se sienta débil en algún momento.
Esta escribidora se despide por este año, agradece a sus lectores la constancia y desea que en verdad el 2012 sea un año de paz para todos, y muy especialmente para aquel a quien van dirigidas estas líneas y por cuya salud levantaremos nuestras copas cuando llegue la hora de las campanadas.
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