No hay nada más antichavista que la prepotencia, que esa desmedida afición por asumir, siempre en público, que todo el mundo odia a Chávez. Cuántas veces en la cola de un banco o de un supermercado nos hemos tenido que calar la queja de un escuálido en chancletas de marca y bermudas, o a una presuntuosa señora que lleva dos carritos abarrotados de comida y se lamenta a viva voz: “a lo que hemos llegado, este país tan rico y estamos como en Cuba”.
Quizá sea un prejuicio, pero no recuerdo haber presenciado la actitud contraria en quienes apoyamos al gobierno, y no es que haya siempre más escuálidos en todas partes, no, sino que nosotros no asumimos que todos piensan igual que uno y tampoco alardeamos de chavistas, ni tenemos esa compulsión por repartir el odio por donde vamos; porque si hay algo que comparte un escuálido es la amargura.
Pero el colmo de esta situación llegó cuando decidí pagar unos días en un hotel de La Colonia Tovar para pasar una Navidad “diferente” con mi familia. La idea parecía atractiva, paseos, desayunos y el disfrute de ese apacible lugar. El paquete incluía una cena navideña amenizada con orquesta, todo era perfecto.
La prometedora cena comenzó, todos elegantes en aquel salón en el que las mesas habían sido asignadas previamente a cada familia.
El espíritu de la Navidad invadió la sala cuando un pintoresco señor que parecía salido de un cuento de Dickens tocó en el acordeón “Noche de paz”, todos sonreían, todos se amaban, los ojos de los niños brillaban y los más viejos chocaban sus copas llenos de dicha.
De repente el animador tomó el micrófono y dijo “ahora sí comenzó la fiesta, llegó la orquesta a poner la alegría”. Un hombre pequeñito, de tez morena se adueñó del show, él era “el chévere” el que prometía hacer bailar a todo el mundo. Y así, repentinamente, aquel ambiente dickensiano se esfumó y el hombrecillo, entre canción y canción comenzó a lanzar frases que me hicieron ver a la escuálida de la cola del supermercado hasta “comedida”.
Muy entusiasta desató un furibundo antichavismo en cada una de sus canciones “el inquilino de Miraflores en el 2012 se va”, “luchemos por la libertad” o “ésta es la última Navidad en dictadura”; fueron algunas de las consignas que proclamaba este fanfarrón, con una copa de whisky en la mano y la barriga llena de fiambre.
Cuatro, sólo cuatro aguanté. Me paré de mi bien dispuesto asiento con mi hija de cinco años de la mano y frente al estridente “artista” le dije: “¿Sabe qué? no todo el mundo piensa como usted, me importa un carajo la cena, váyase a la mierda”.
La cena se quedó servida, pero no le iba a ofrecer yo a mi familia un pernil tan indigno. Y así me retiré digna y feliz de aquello que se había convertido en una fiesta de Navidad antichavista y que no me advirtieron al momento de ofrecerme el servicio.
De esa noche mis hijos recuerdan entre sonrisas y orgullo, mientras le echan el cuento a su abuela escuálida, que mamá mandó la mierda a un cantante que habló mal de Chávez.
Sé que ahí otros se ofendieron como yo, pero estamos acostumbrados a quedarnos callados, a no reaccionar frente a ese ejercicio de catarsis con el que los escuálidos intentan mantener la ilusión de que son mayoría; ese delirio exhibicionista y desmedido de cada uno de ellos cuando aborda el autobús o llega a la cola del banco.
Por eso soy feliz cada vez que frente al televisor veo un reporte del CNE. Menos mal este año hay elecciones.
@CatheBaz
Profesora Universitaria