El ministro de Relaciones Interiores nos permitió un respirito esta semana cuando admitió, por fin, la incapacidad del Gobierno para atacar un problema que nos afecta a todos, como lo es el de la inseguridad.
No se trata de percepción, como se ha pretendido excusar, de lo que hablamos. Es una realidad que si no se encara con prontitud y eficiencia, va a convertir al país en una inmensa cárcel, donde terminaremos todos viviendo entre rejas.
Es importante señalar que escribimos estas líneas antes de que el Presidente presentara su informe anual a la Asamblea Nacional. Por lo tanto, no incluimos aquí cualquier mención de que el Primer Mandatario haya podido hacer respecto a ese delicado tema. Sin embargo, el reconocimiento de El Aissami es suficiente como para sentir cierto alivio. Esperemos que no haya sido luego desmentido ni descalificado.
Hemos abordado el asunto en muchísimas ocasiones, sin desconocer el matiz político que se esconde tras quienes lo utilizan con fines distintos a la denuncia, pero hasta ahora no aparecía afrontado de manera sincera como lo ha asumido el ministro. Más bien, lo que hemos escuchado hasta el cansancio es que la revolución no reprime, porque esas prácticas cuartorrepublicanas son propias de regímenes que desconocen la raíz social del problema. Si bien admitimos nuestro rechazo y repulsa hacia toda forma de violencia, la represión incluida como una manifestación de ella, no dejamos de reconocer que hay ocasiones en que el castigo y la sanción son indispensables, si se pretende preservar el estado de derecho que merecemos.
Ese dejar hacer lo que todo el mundo quiere, lejos de "empoderar" a la gente en el buen sentido del término, gringo por lo demás, lo cual ha originado es este descarrilamiento colectivo que permite que cualquiera tenga un arma y, peor aún, que la utilice a su discreción cuando le dé la real gana. Desde la primera vez que se habló de la "no represión", han ocurrido demasiadas cosas. Algunas buenas, hay que admitirlo, como dejar que la toma de la plaza Altamira languideciera de puro cansancio. Pero las más de las veces, tanta impunidad ha convertido en infractores a ciudadanos que antes cumplían las leyes por el solo temor a la sanción. Como esta no aparece, en esta ciudad de infierno, los motorizados circulan por las aceras y los criminales actúan libremente en las autopistas.
No sabemos si la solución pasa por una nueva reestructuración del Cicpc, por la creación de un servicio de investigación criminal, por la construcción de más cárceles, por la sanción a los jueces que no cumplan con sus funciones, o por todas ellas juntas; de lo que sí estamos seguras es de que hay que empezar por el principio, por el hogar y por la educación, y mientras recorremos ese larguísimo camino, necesario para la construcción de una sociedad sana, hay que ir enrejando a cuanto delincuente pase la raya. Reprimir no necesariamente es violar los derechos humanos de quien sea sujeto de ella; implica contener y detener una escalada de violencia que mantiene a Caracas entre las ciudades más inseguras del mundo.
El tema, lo sabemos, es caldo de cultivo para que los zamuros encuentren en él alimento para sus ambiciones particulares, pero no abordarlo con firmeza es correr una arruga que no se puede ni se debe esconder más.
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