José Vicente lo anunció al modo de quien forja el renacimiento de nuestro imaginario, sin visos de espectacularización, simplemente apelando a lo real, al despertar de los símbolos que lo componen y le otorgan sentido a la historia de este país que a diario recibe amenazas de muerte a través de las pantallas de televisión, las páginas de los diarios privados y otras jaurías mediáticas: "Aquí tenemos a un hombre verdadero. Tenemos un programa verdadero. Tenemos un discurso verdadero. Tenemos un pueblo verdadero. Es lo que lo distingue de los otros, porque la política no es improvisación, no es show".
Yo estaba en las inmediaciones de El Calvario al lado de un hombre de edad indefinida pero de una vitalidad relampagueante en sus ojos, que buscaban a Chávez, como yo, de un modo febril, intraduciblemente fascinados ante lo que era una declarada anunciación del milagro que, tarde o temprano, iba a suceder desde las puertas de Miraflores. Ni él ni yo lo sabíamos pero ambos estábamos llorando por dentro, hasta que el Comandante se dejó ver montado en un vehículo en cuyo fondo, según uno de sus más reputados enemigos mediáticos, Nelson Bocaranda, había un ascensor para subirlo y bajarlo de la escena cuando la morfina no surtiera más efecto.
Ya frente a la tarima, oyendo a Hugo, recordé al hombre que lloró conmigo en El Calvario. Tenía el porte de un viejo guerrillero que ese lunes, sintió en sus entrañas la palpitación del origen de la revolución bolivariana.
El eco del 4 de febrero.