Jamás se planteó un magnicidio contra un gobernante adeco o copeyano. No
hacía falta: estaban muertos. Caldera pasó cinco años en un lecho de
muerte o de rosas y a nadie le importó si podía dejar de ser una momia. A
la CIA le parecía bello, genial, un portento de vitalidad creadora y sobre
todo extraordinariamente demócrata, y por eso se trajeron vitaminas de la
NASA que le fueron inyectadas para que viera color de rosa el hervidero de
rabia que bullía en las calles, en las cárceles (con sus presos
calcinados), en los barrios con sus pobres hambrientos y asesinados.
Paseaba el Presidente su repugnante barriguita por palacio, soñoliento,
seguido de sus lánguidos jalabolas, el Fernando Egaña y el Asdrúbal
Aguiar, y la CIA pasando reportes de que aquí todo marchaba sobre rieles,
sin razones para irritarse o preocuparse. Andaba aquel ser nebuloso sin
escuchar ni ver nada a su alrededor; sólo dando manotones en medio de
sombras; sin interesarle el infierno en el que nos devorábamos. Un
millardo de años encima, convertido en la momia más sólida de cuantas
habían discurrido por Miraflores, y por ello le daba lo mismo que su
ministro de Hacienda, fuese o no un supremo imbécil. Le importó un bledo
que fuese en su gobierno cuando los estudiantes menos han estudiado,
cuando menos recibieron clases, con un señor ministro de Educación que se cansó de balbucear de que la educación nuestra era un perfecto fraude
irreparable.
A aquella momia le llevaron los informes que hablaban de la modificación
del tipo de cambio por dólar, de 170 a 290 bolívares, y abrió apenas la
boca para sólo decir: “ ¿y qué puedo hacer yo, si el control del petróleo
lo tienen en el Norte?”; el desastre salarial de los trabajadores era de
pánico, con sueldos entre 20 y 25 mil bolívares al mes. Luego, para
refrescar aquellos fuegos, las transnacionales le prometieron cataratas de
dólares con lo de la apertura petrolera, y cuando todo el mundo se
imaginaba que llegaba la hora de hacer un ajuste en la economía,
reordenando la ahogada situación de hambre de los millones de
trabajadores, el que fuera asesor de Eleazar Pinto y Antonio Ríos y de los
ladrones de la CTV, Matos Azocar, salió de vacaciones por unas semanas.
Luego se supo de los millones de dólares que se estaban usando para viajes
turísticos de los peces gordos del gobierno y otros para importar frutas y
peces exóticos, al tiempo que calladamente se manoseaba otro acuerdo
secreto con el FMI. Qué tiempos aquellos por los que hoy todavía suspiran
algunos escuálidos.
Entre tanto, todo seguía en voraz aumento: los alimentos, los pasajes,
repuestos, ropa, libros... se recrudecía el ambiente de una sensación
horrible de ausencias letales: de parálisis general; de fétido olor a
muerte y sordera. El país era un perfecto muladar, y jamás se ha conocido
el caso de un anciano que aburriese más con los rumores de su pronta
muerte.
Y mientras se moría se robaba desaforadamente, pues los millones de
dólares seguía entrando por chorros, aumentó algo el barril de petróleo,
se estableció un control de cambio,... la devaluación crecía sin control
cada día, la inflación era la mayor en décadas, los paros y huelgas se
hicieron costumbre y el doctor Caldera en sus penumbras de ensueños le
entregó su alma a Petkoff y a Pompeyo:: “ustedes son mis hijos necesarios,
porque los que tengo me han salido idiotas...”.
Como nos llevaba el diablo, propuso el Presidente que se trajera al Papa,
y así nos consoláramos un poco en medio de tantas penurias. Nos trajeron
al Papa con el señuelo de que su figura nos mejoraría, pero diez años
atrás, con Lusinchi, ya había estado con nosotros y entonces todo siguió
empeorado, degradándose. Estaba claro que nuestro mal no era asunto que
pudiese mejorar un Papa. Ni Cristo mismo hubiese podido hacer algo por
nosotros. ¿Qué nos importaba que beatificasen o no al doctor José Gregorio
Hernández que era lo que más entonces se pedía, si el único milagro
verdadero y tangible era el de que se pudiese encontrar trabajo, y aquí no
había sino huelgas, paros, anarquía, inseguridad y desorden, y como
Presidente teníamos a un hombre totalmente momificado en Miraflores. Un
milagro del Papa, hubiese sido revivir al doctor Caldera, pero a Juan
Pablo II tampoco le interesaba. Él prefería que los muertos siguieran
enterrando a sus muertos.
El Papa se fue, ¿y que quedó?: pues, la mentira de siempre, un calor
sofocante de desesperanzas. El Papa dejó en el aire una dura polémica
porque bendijo tanto a policías como delincuentes, es decir la misma
vaina..
De modo que siguió un ambiente de tumbas, a olor a flores de muertos; la
gris sensación de inutilidad en las protestas; el vaho perenne de la vejez
en todos los ojos y en todas las voces, pues la imaginación para luchar se
había perdido entre brutales divagaciones y escándalos. Todos
repentinamente teníamos la misma edad del doctor Caldera. Nos pesaban los
pensamientos, los pies, los brazos, las ideas; balbuceábamos como unos
decrépitos ancianos repitiendo las mismas cosas sin poder hacer nada. ¡Qué
tufo, Dios mío, y eso fue apenas hace diez años!