En su afán hegemónico la Casa Blanca pretende generalizar la aplicación de su modelo de democracia al mundo entero, con especial dedicatoria a los países latinoamericanos y a los del oriente cercano y medio, como si su propio ejemplo fuese motivo de orgullo. En los días recientes se registraron dos rotundos reveses al referido intento: el voto en contra de la Constitución de la Unión Europea en los referenda de Francia y Holanda, y el rechazo en la OEA a su propuesta de monitorear las democracias americanas.
El primero de los casos demostró que la simple democracia representativa de la receta Washingtoniana no sólo es insuficiente, sino que resulta contraria a los intereses populares. Mientras gobiernos y parlamentos tejieron una intrincada maraña de acuerdos de cesión de soberanía en aras de una integración que sólo atendió a los intereses del gran capital internacional, los pueblos se vieron limitados a las fórmulas comunes de la resistencia y la manifestación callejera en defensa de sus derechos a la seguridad social, al trabajo y, en general, al bienestar. La lectura del caso indica que el esquema de la representación simple, simplemente no representó; que es preciso profundizar en fórmulas de democracia participativa que lleven a que sean los pueblos los que definan lo que quieren, contra la pretensión de que sean unos cuantos iluminados los que definan lo que a esos pueblos les conviene.
En el caso de la actitud de los gobiernos latinoamericanos (no el de México, por cierto) que rechazaron el intento de establecer un instrumento de intervención en países en los que la aplicación de los principios democráticos difiera de la receta, que llevaba especial dedicatoria a Venezuela y a Cuba, se convalidó un principio democrático internacional fundamental: la no intervención en los asuntos internos de ningún país. Viene muy al caso observar que es precisamente en Venezuela donde se registra un verdadero avance en la democracia participativa, claramente establecido en su Constitución Bolivariana y permanentemente sometido a la consulta pública, comenzando con el plebiscito (consulta a la plebe) que llevó a la adopción de su nueva Constitución hasta el referéndum que confirmó el mandato otorgado a Hugo Chávez. También viene muy al caso la información de la encuesta latinoamericana que expresa, sin lugar a dudas, la insatisfacción mayoritaria respecto de lo que se ha querido imponer bajo la etiqueta de la democracia, limitada a la posibilidad de elegir representantes periódicamente para soportarlos eternamente.
Es claro el objetivo de la Casa Blanca y los intereses que representa: imponer un democracia de etiqueta que asegure procesos electorales competidos, de preferencia entre dos opciones afines, con importante intervención mediática y mercadotécnica, que asegure que sean los grandes capitales los que impongan su voluntad, de manera que el pueblo escoja entre varias alternativas a quienes lo habrán de llevar al matadero con mejor talante. Así se consolida su hegemonía. Lo contrario a tal pretensión es populismo; es atender a lo que el pueblo quiere aunque, a juicio de los tecnócratas, no sea lo que le conviene. Según esto la gente debe asumir que si se le restringen sus derechos, si se reduce su bienestar, si pierde su empleo y se ve forzada a emigrar, es por que así le conviene, independientemente de que al mismo tiempo los ricos sean más ricos. Por eso es más fácil controlar a unos cuantos políticos electoreros, que para llegar al poder tuvieron que vender su alma al diablo de las televisoras o las agencias de publicidad, que desgastarse en convencer a todo un pueblo de que acepte sus recetas etnocidas.
Conclusión: me voy por la democracia participativa, no importa que me califiquen de populista. Es más, el apodo me gusta.
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