Uno de los rasgos que define a una sociedad es su apego a los valores, principios y virtudes practicadas y heredadas como consecuencia del ejercicio de su libertad. Y es la vida la esencia de ese destino compartido lo que nos define como enraizados a una comunidad.
La práctica de los valores llevados a la enseñanza pedagógica perpetúa al ciudadano y lo fortalece en sus creencias y sus actos como ser humano. Eso es lo que llamamos la memoria cívica del hombre.
Esa práctica es un proceso de construcción individual y colectiva que se obtiene en la vocación de servicio y trabajo comunitario. Por eso, en estos años cuando estamos empeñados en buscar nuevos horizontes para lograr cambios significativos nuestra esperanza la depositamos en el Otro. Aquel candidato en quien depositamos nuestros deseos por una sociedad mejor, renovada y donde prive la civilidad y la decencia.
Olvidamos que gran parte de la responsabilidad está, tanto en ese aspirante a la primera magistratura nacional como en nosotros. Creemos falsamente que la responsabilidad social es un asunto ajeno a nosotros, que solo es competencia de personas, sean presidentes, gobernadores, alcaldes o concejales.
Ciertamente que estos han sido elegidos para ejercer un cargo y por tanto, depositamos en ellos nuestra confianza. Así pensamos que hemos cumplido con nuestra responsabilidad social.
Pero olvidamos que la civilidad, la construcción de ciudadanía adquieren los rasgos que nosotros le dibujamos. Y por estos años no son precisamente aquellos de virtuosismo y nobleza. Muy por el contrario somos una sociedad decadente en su memoria cívica. Sumamente atrasada en su práctica educativa para la construcción y fortalecimiento de su ética y moral sociales. Una sociedad agresiva, peligrosamente enferma de poder y con quiebres y fracturas en su defensa de la vida, lo más sagrado en una sociedad.
Seamos honestos y reconozcamos que el venezolano actual es un ser moralmente débil. Éticamente ambiguo en sus actos cotidianos. Todos, absolutamente todos los venezolanos en la actualidad estamos riesgosamente propensos a caer en actos de corrupción o a corromper al semejante.
Hemos caído en los abismos de eso llamado “depravación social” bien porque lo propiciamos bien porque silenciosamente somos permisivos. Nuestra frágil memoria de la historia de la civilidad nacional nos castiga siendo apenas pisatarios de una tierra que desconocemos en su vida ancestral, en su hechura mítico-simbólica, en su tradición y su orgullo por sus prohombres.
Despreciamos a nuestro semejante cuando lo tenemos frente a nosotros y le sabemos con posibles deficiencias intelectuales, físicas o económicas. Pensamos falsamente que poseer bienes materiales es sinónimo de ciudadanía y persona importante. Hemos confundido la riqueza material con los dones de la decencia y la dignidad humanas. Creemos que el poder político, militar y económico es superior a la formación intelectual, académica y espiritual.
Entendamos de una vez que la vida fácil, esta de valores y principios acomodaticios, de fracturas morales y nula ética son los rasgos que caracterizan a una sociedad decadente y donde los regímenes neo dictatoriales, caracterizados por el autoritarismo y la militarización de las instituciones, hacen su aparición y se perpetúan en tanto los individuos disfrutan de una aparente libertad (¿libertinaje?), siempre y cuando no pienses ni reflexiones críticamente y además, donde todos tus actos cotidianos deban tener un valor monetario, sea para tramitar una constancia de residencia sea para sobrevivir en una cárcel.
Finalmente, la civilidad posee su lenguaje, su voz. Reflexiva, armoniosa y acompasada en la plenitud de una actitud en sus mujeres y hombres que se acompañan en solidaridades criticas. Esto contrasta con el lenguaje autoritario y militarista, aquel de una misma y única voz que ordena, grita y ofende la dignidad humana.
camilodeasis@hotmail.com / @camilodeasis