Estados Unidos es para el mundo una larga historia de desafueros. Nuestras reservas hacia el Imperio datan de las añejas matanzas de Amerindios expuestas por el cine norteamericano de forma cruel e inevitable. Las imágenes consagradas llegaron a establecer los principios que colocaban a los pueblos indígenas de América del Norte como seres infieles, como razas inferiores, como especimenes incivilizados y bárbaros contaminados en demasía. En esa época cuando las familias algonquina – wakash, hoka – siux, na - dené, penutia, uto – azteca – tano, vivían libremente en sus tierras, los estadounidenses robaron sus pertenencias, destruyeron sus fuentes de comida y abrigo, y se dedicaron a la destrucción sistemática de sus culturas. Así fue que se iniciaron como nación, practicando el exterminio indiscriminado como premisa del american way of life: perfidia o muerte, guerra o esclavitud. Naturalmente cuando construyeron su actual modelo de sociedad, la amasaron con la base de los polvos de aquellas matanzas, cerebrales y orgánicas que se nos muestra en la historia fragmentada por el séptimo arte. La identificación entre lo objetivo de esta malévola disposición y el terrorismo es una unidad material coherente con la organización ideológica de un sistema de vida, estructurado como patrimonio de la política expansionista del Imperio.
Esta reflexión no es un sacrilegio como de seguro lo es una matanza o un asesinato cualquiera. Es éste, un acto de fe que no sucumbe ante el universo de los métodos de inervación de la conciencia y de sus contorsiones. Siendo esta contractura el punto de vista práctico de una estructura beligerante que entraña la opresión absoluta en un grado insuperable. El Imperio nace y reproduce su impulso genocida inmediatamente después de lanzar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Esto constituye una sorprendente parálisis de la justicia, parálisis que da mucho que pensar a posteriori. Y es de ésta manera, abominable y reaccionaria, que se materializa el terrorismo de Estado como consecuencia de los 240.000 muertos de 1945, y las 340.000 muertes que siguieron manifestándose hasta cinco años después, circunstancia que nos conduce a la cremación de Hiroshima y a la desaparición de Nagasaki. El terrorismo de Estado es siempre, a decir verdad, un hecho exacto de una intensidad excesiva, y sí, en esta desgraciada manera de “hacer justicia”, no se percibe la afasia total que lo trastorna, es porque la verdad se mantiene encubierta por proyectos mediáticos que exigen un esfuerzo duradero encaminado a proteger al mismo Lucifer. Si este esfuerzo cesara, atentados como el del 19 de marzo de 1945, donde 300 superfortalezas B-29, cargadas de napalm y gasolina -incineraron a 100.000 personas en Tokio- tomarían un camino distinto al diseñado y el terrorismo practicado por los Estados Unidos perdería su simpatía.
Esta actividad es orientada hacia los alzados de conciencia, hacia los que no se arrodillan ante el Imperio, esto es, por lo demás, una conducta neurótica obsesiva, análoga al teatro desarrollado el 11 de septiembre de 2001. Así, el conflicto planificado provocó histeria y deseos de venganza, imponiendo el odio sobre una persona primero y sobre un colectivo después.
Las étnias que habitaron antaño la América del Norte y los pueblos de Hiroshima, Nagasaki, Tokio, Cisjordania, Gaza, El Líbano, El Salvador, Guatemala, Ciudad de Panamá, Granada, Iraq, Afganistán, etc. Tienen en común más de 500.000 muertos que denuncian, inertes, los rasgos de carácter del terrorismo de Estado y la identidad de los señores feudales involucrados en esta práctica. Las fobias que alimentan estas mesnadas de la muerte las orienta el Imperio, profundizando una visión totalmente dinámica de su rol de víctima.
Insistiendo en este tema, hallamos que después de la destrucción de las Torres Gemelas se nos impone una intolerante y repulsiva condición de vasallaje, influida por variados factores: el militar, a través de la imposición de la guerra; el financiero, un absurdo disfraz de síntomas, penitencias y restricciones que ejecuta el mandamiento que suprime el bienestar de los pueblos en vías de desarrollo; el energético, esencia que garantiza la apropiación del petróleo afgano y la latencia de los títeres mampuestos con la historieta del to hunt those folks; el cultural, manifiesto emanado por fuentes coercitivas conducentes a la estandarización del american way of life con toda la blenorragia que aprueban los chacales de la guerra.
La diversidad de los fenómenos que conduce el terrorismo de Estado es tan grande que, aún viéndolo y oliéndolo, lo legitimamos. Lo curioso es que lo aceptamos como un acto de justicia exento de conciencia y culpabilidad, procurado con el impulso de la muerte que produce la guerra. En este entorno, ese mundo que se arrodilló después del 11 de septiembre está comprometido a suprimir el simbolismo mediático de un suceso que si bien hay que condenar, también hay que revisar. Lo más perturbador de lo sucedido en Nueva York, nos parece la tendencia irracional que anula la conciencia de nuestros caracteres mediante el mitigado reflejo de técnicas emprendidas e interpoladas, para aislar el buen juicio y manifestar la venganza. Sabemos por continua experiencia que la justicia no puede abandonarse ni un solo instante. En realidad, la invasión a Afganistán e Irak, dependen, en esencia, del instinto destructivo del Imperio no de lo acontecido en La Gran Manzana. Es vergonzosa la castración de nuestras conciencias. Es inhumano el síntoma inhibitorio que armoniza la complicidad fraguada para invadir militarmente cualquier nación. La única diferencia existente entre destruir las Torres Gemelas e invadir militarmente Afganistán e Irak, es que los contenidos de la guerra son alterados, disfrazados, y deformados. Así llegan y permutan la conciencia. Esta misma concepción resulta inaplicable a los ejércitos homicidas de Estados Unidos e Israel. Los sucesos del 11 de septiembre pasado son manipulados de manera consciente. Son una matanza como en efecto lo es invadir y asesinar, escondiéndose bajo el ropaje de victima.
El atentado del World Trade Center es un acto de terrorismo. Los genocidios que se cometen desde Washington y Tel Aviv son terrorismo de Estado. El Imperio se ha encargado de invalidar la perplejidad que causó el atentado al incluir historietas de ficción al mismo. Agregando, además, todas las conclusiones que entraña la puesta en escena de las invasiones a Afganistán e Irak. La complicidad orientada por un Imperio que practica el terrorismo de Estado nos compromete a todos los habitantes de la tierra a un cambio de actitud: la paz como principio, la libertad como ideología y el rechazo al terrorismo, aunque no siempre se le reconozca como tal y no sea reconocido todavía en ninguna parte, como fin.
En conclusión el Imperio mantiene la muerte y el sadismo como una débacle emocional que impide la comprensión de las verdades y los hechos. La aprobación de la guerra por esa cortesana que mientan Organización de Naciones Unidas se convierte en una patraña que sustenta la victimización del rol de los verdugos inodoros del terrorismo de Estado. El mundo libre no existe de ninguna manera, C’est le roi des dróles.
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