Desde aquellos tiempos en que los colegios de curas, luego de la santa misa, entregaban a sus alumnos excelsos medallas por conducta y aplicación, los premios establecidos como institución han estado sometidos a las trompetas de gloria de los que comparten amores con los que los reciben o a las trompetillas de nalgas de aquellos que consideran una asquerosidad habérselo otorgado a quienes aborrecen o tienen un pensamiento merecedor de tal sentimiento.
De esa actitud no se salva ni Cristo, por eso no me produce ninguna irritación leer las biliosas convicciones de Gustavo Guerrero al afirma que Isaac Rosas, flamante Premio Rótulo Gallegos 2005, lo obtuvo gracias a sus afiliaciones castristas y, por carambola, chavistas. Un poco más fuertes son las convicciones del mexicano Domínguez que llama comisarios políticos al jurado que otorgó ese premio. Cuando él mismo se lo otorgó a Fernando Vallejo en el 2003 dice haber actuado con absoluta independencia. Pues bien, contra ese premio otorgado en el 2003 con tanta independencia yo también escribí, en esa oportunidad con independencia, y me parece que tiene sentido, por las cosas que afirma el crítico mexicano reproducir lo que en esa ocasión dije.
Premio a la novelería
Hace pocos años se desató una polémica en torno al premio Rómulo Gallegos. Participaban en ella Rigoberto Lanz, Violeta de Stefano y Elías Pino Iturrieta. La razón -más allá de algunos sablazos sobre lo que olía mal de uno u otro lado-, era la pregunta hecha por Lanz ¿Qué es lo que premia un premio? No se en que concluyó la controversia literaria, la actitud abiertamente golpista de El Nacional me llevó a dejar de leerlo y me perdí su desenlace.
Ahora, tres años después, las últimas declaraciones del “maestro de la injuria”, como le gusta ser llamado Fernando Vallejo, trae de nuevo sobre el tapete una pregunta similar: ¿Que se premió cuando se premió El desbarrancadero?
Yo, en los asuntos de la creación literaria, soy muchísimo menos experto que Pino Iturrieta, utilizando su frase de aquel entonces. Ni siquiera he leído esa novela, ni lo voy a hacer. A estas alturas de mi vida leo lo que se me antoja. Y sin embargo, he conocido el particular discurso que este colombiano residenciado en México, ha adoptado en sus obras y en sus conversaciones cotidianas. Ese discurso, sin duda alguna, constituye su fórmula para el éxito.
Vallejo dice odiar a Cristo pero también a Mahoma y al judaísmo, habla reiteradamente, casi con gusto, de su desprecio por los pobres; aborrece a Fidel y ahora a Chávez a quien llama gángster. Denigra de Bolívar, O’Higgins y San Martín; le apestan los colombianos y mexicanos, pero también los japoneses, chinos, iraquíes y afganos. No ha dejado de segar con su lengua convertida en guadaña, todo lo que no parezca propio de la cultura occidental, como si de yerba mala en un prado ingles se tratara. Le gusta el lujo y lo exquisito, los perros de peluche y los gringos, inclusive los españoles a pesar de matar toros en sus fiestas bravas. En torno a ellos dice que seguramente nos hubiera ido mejor de no ser por ese empeño, de unos torpes “criollos”, en separarnos de la madre patria.
Adora las ballenas y las focas, ¡no podía ser de otra manera! Y también al escenógrafo con quien vive, seguramente de blanca piel europea.
El escritor colombiano aprendió bien algo conocido hace algún tiempo pero visto con remilgo por las convenciones estéticas, que en los niveles intelectuales también hay un público atento y deseoso de meterse en los humedales de la mierda humana, lo único que exige es ser conducido con exquisitez. Estamos hablando de una literatura que, por agotamiento de sus fuerzas creativas, se lanzó a trabajar los temas de las páginas rojas o de farándula. Es que cuando se sabe escribir, la frivolidad y la trivialización son conceptos que se desdibujan con facilidad.
Y aquí quisiera detenerme pues, si bien ya dije no ser versado en el oficio de la creación literaria, si lo soy en otros oficios donde también la creación es el centro del esfuerzo. Los arquitectos soñamos un mundo que de alguna manera queremos reflejar en nuestros edificios, o al revés, soñamos unos edificios que hablen de un mundo mejor. Los escultores no hacen su trabajo de manera diferente.
Cuando, por el contrario, un pintor o un poeta nos muestran los horrores de una guerra o las terribles soledades de una sociedad automatizada, es para alertarnos, con el corazón en la mano, acerca de las iniquidades en que puede caer el hombre. Su pintura o sus versos son flujos de su propio cuerpo. Son su sangre o sus lágrimas, o su sudor que llena la obra de sus desvanecimientos.
¿Como escribir dolores que no se sienten? ¿De que manera pintar lo que le es distante?
Leí a un Sábato apacible en su vejez, hablar sobre como “…una novela profunda surge frente a situaciones límites de la existencia, dolorosas encrucijadas en que intuimos la insoslayable presencia de la muerte.” Y el mismo Sábato cita a Artaud para decirnos: “No hay nadie que haya jamás escrito, pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, a no ser para salir de su infierno.”
Vallejo por el contrario se burla de estas cosas “¿De dónde sacas que mis obras tienen un alto contenido social?” le decía a un periodista que lo entrevistó. “Yo detesto a los pobres: por perezosos, irresponsables y paridores. Los perros abandonados en cambio me duelen inmensamente.”
Claro que el trabajo creador se puede hacer despojado de pasiones, orientado sólo por un modelo estético que, fuera de sí mismo, no tiene otro compromiso. Eso es una tarea sin aliento, como hacer jarrones de arte murano. A ella están dedicados ejércitos infecundos, y anónimos. Entre ellos, algunos como el colombiano, ganan premios.
Este escritor, cuando recibió el Rómulo Gallegos ya tenía algún tiempo en estas diversiones discursivas. Los críticos lo reconocían por “…su lenguaje crudo, chocante y muy expresivo…” y al otorgársele el premio se señaló expresamente la “…inaudita fuerza de su lenguaje…”
De ahí mis dudas sobre lo que pudo haber impactado más a ese jurado de escritores latinoamericanos que lo premió, si su seguramente impecable prosa o la intencional desmesura que le sabe agregar a ese cóctel literario, donde el dramatismo del tema, “desprovisto de significación social”, es, de por si, un seguro editorial.
Supongo que por las mismas dudas Roberto Hernández Montoya, que no era del jurado sino jefe de la institución que otorga el galardón, dijo, tratando de acallar voces de reclamo: “…no debe haber terreno fértil para los fanatismos que proponen la exclusión arbitraria y violenta de la palabra divergente.”
Si fuera así, Hernández Montoya utilizó una salida elegante ante el apremio. Pero el jurado, ese si no podrá escapar a las preguntas que siempre tendrá sentido hacerse: ¿Como se premia algo en lo que no se cree? ¿O acaso comparten la sinrazón literaria de Vallejo? ¿O es, por el contrario, que creyeron estar frente a una de esas producciones dolorosas de la que nos habla Sábato?
Leyendo las declaraciones de Vallejo resulta obvio que la “dramática actualidad” que vio ese jurado de literatos en la novela, no tiene nada que ver con una conmovedora lectura del drama colombiano, parece tratarse sólo de la caracterización literaria, seguramente bien construida, de una violencia perturbadora por lo gratuito. Esa que ya el cine norteamericano, desde Pulp Fiction para acá, recompone a diario.
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