El perico de los fanáticos

“He oído una llamada. Sé que Dios quiere que me presente a las elecciones presidenciales” (Bush al telepredicador James Robinson en 1998).


Nada tiene de raro que un predicador religioso clame por el asesinato de alguien que le parece malo, feo o distinto, como ha hecho el reverendo gringo Pat Robertson con respecto al presidente Hugo Chávez.



La historia está llena de antecedentes: en el nombre de Dios –o de los dioses y las religiones, para ser más exactos- el hombre ha matado semejantes en forma masiva y sistemática desde que el mundo es mundo, con la bendición y concurso omnipresente de otros hombres que se dicen enviados, interlocutores o intérpretes de una divinidad.



En el caso del cristianismo, de poco ha servido que uno de los mandamientos --el primero, si no me equivoco- obligue a sus fieles, más aún a sus predicadores, a respetar la vida humana con un tajante “no matarás”.



“Eso dice la ley, pero hay que revisar a ver qué dice la jurisprudencia”, podría responder un cristiano ultraderechista como el reverendo Pat Robertson, tomando prestada la respuesta leguleya que un chiste de salón atribuye a un abogado mujeriego cuando alguien le recuerda otro riguroso –y obviamente violado por siglos- de los mandamientos de Dios (“no desearás a la mujer del prójimo”).



Para mayor asombro del mundo, cuyas voces racionales -incluida la derechista Conferencia Episcopal Venezolana y numerosas iglesias y pastores evangélicos criollos y extranjeros- condenaron al unísono el llamado criminal del tele-evangelista, al día siguiente por la mañana Robertson dijo que lo malinterpretaron y horas más tarde pidió perdón por haber pedido el asesinato de Chávez, confirmando que sí lo había dicho, aunque matizó su disculpa con una andanada de acusaciones escandalosas contra el gobernante.



El gobierno de George W. Bush, que le debe muchos votos a Robertson, se deslindó sin demasiado énfasis, evitando una condena enfática.



Pudo haber sido un globo de ensayo, para ver cómo reaccionaba el mundo y la opinión pública estadounidense, amén de la venezolana, ante un “magnicidio mediático” de Chávez, al que ya Orlando Urdaneta, María Elvira Salazar y Félix Rodríguez (el de la CIA, no el de Citgo) habían desvirgado por la televisión de Miami.



Pudo haber sido parte de una guerra sicológica para tratar de contener a Chávez dentro de Venezuela, disuadiéndolo de visitar otros países en busca de aliados para el Alba, Petroamérica, Petrocaribe y Telesur.



También pudo ser una manera de usar la religión, ya no como el “opio del pueblo”, como la llamó Marx, sino como el perico –cocaína- de los fanáticos, de modo que ahora más de un millón de seguidores estadounidenses de Robertson –y quién sabe cuántos desperdigados en América Latina- se convierten en sospechosos de cualquier hipotético ataque contra Chávez.



No sería la primera vez que un fanático aparece señalado como el responsable solitario de un magnicidio o de un colosal atentado terrorista que haya dejado boquiabierta a la humanidad entera. El impenetrable cerco de seguridad de un primer ministro israelí, Rabín, lo penetró un solitario extremista judío. Un también solitario Oswald mató con un rifle de mira telescópica al presidente Kennedy, desde una ventana. Un muchacho gringo, Timothy Mc Veigth, voló solito una torre en Oklahoma, sin secuestrar un solo avión. Increíblemente, asesinos solitarios que en forma muy conveniente para agencias secretas como la CIA y el Mossad las dejan a salvo de cualquier sospecha. ¿La coartada perfecta?



Pudiera ser, también, que Robertson sólo haya hablado con el corazón, expresando exactamente lo que su cerebro de ultraderecha piensa, desea y espera de su propio gobierno, oscurantista como él. Y si usted creía, como leí por ahí, que a la derecha de Bush sólo estaba la pared, pues Robertson le demostró que estaba equivocado. Ahí está él, con su millón de seguidores, su canal de televisión y sus millones de dólares.



La pregunta es cuántos Pat Robertson venezolanos tenemos a nuestro alrededor. ¿Conoce usted alguno capaz de de decir “gracias a Dios” si por desgracia para todos –incluidos sus enemigos más feroces- alguien atentara contra la vida del Presidente? Conozco a varios que hoy se dan golpes de pecho por lo que ven como una imprudente ridiculez –jamás admitirán como seria ninguna denuncia de magnicidio, hasta no ver un cadáver como prueba-, y en realidad se mueren porque llegue el día en que puedan elevar una plegaria por el eterno descanso de su alma. Zape gato.


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Ernesto Villegas Poljak

Periodista. Ministro del Poder Popular para la Comunicación e Información.

 @VillegasPoljakE

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