Había una vez un planeta poblado por recolectores, que obtenían sus alimentos de la naturaleza directamente, solamente con el trabajo de cosechar los frutos. Con el pasar del tiempo, algunos de estos pueblos aprendieron a cultivar la tierra convirtiéndose en agricultores. Pero siguieron compartiendo el planeta, cada uno en su actividad. La diferencia entre unos y otros era la movilidad. Aquellos que recolectaban, se desplazaban de un lugar a otro, en busca de las cosechas. Los que cultivaban vivían cerca de sus siembras, para trabajarlas y protegerlas. Ocurrió que los recolectores, en uno de sus traslados, pasaron por un campo cultivado y, como acostumbraban, cosecharon y consumieron los frutos, cuando fueron vistos por los agricultores, que los rechazaron igual como hacían con las bandadas de pájaros o las manadas de venados. Los recolectores, que no comprendieron esa conducta, se defendieron dando origen a la primera manifestación de violencia entre pueblos. Todo, producto de una diferencia cultural, de una incomprensión. Sin embargo, hubo gentes muy doctas que se valieron de este episodio fortuito para elaborar sesudas teorías acerca de la naturaleza humana. Dijeron que había en los seres humanos una tendencia innata a la agresión y a la violencia. Cuando todavía no se había desarrollado la ciencia, esta supuesta tendencia innata se le atribuyó a causas intangibles, anidadas en el alma humana. A medida que los doctos dispusieron de instrumentos sofisticados de investigación, llegaron a decir que la violencia provenía del interior de las células del cuerpo humano, de unas estructuras llamadas genes. En ambos casos, la violencia no parecía tener remedio, porque cómo se iba a modificar algo inscrito en el alma o en la herencia genética. Así, un problema de relaciones sociales, que los pueblos resuelven mediante conversaciones o asambleas, terminó siendo una condena eterna que los seres humanos debían arrastrar sin remedio, que debían mantener a raya mediante métodos represivos, porque podía saltar en cualquier momento y convertir la convivencia en una criminal carnicería. Los doctos terminaron inventando el Estado y las leyes para controlar la supuesta innata violencia de los seres humanos, sin mucho éxito, porque todavía seguimos discutiendo la cuestión que no hace más que complicarse, siendo en su origen tan sencilla. Bastaba con que los recolectores y los agricultores se conocieran y comprendieran la diferencia existente entre sus modos de vida y todo se habría resuelto satisfactoriamente.