Hace unos 20 años recorrí el golfo de Paria, estado Sucre, para regresar a Cumaná desde el pueblo de Araya, en la península del mismo nombre. Varias vacaciones las pasé viendo las ruinas del castillo de Araya, mudo testigo de desembarcos de piratas. Hace más de una década que no disfrutaba de la tranquila calidez de las aguas del golfo, rodeado de montañas delineadas con pinceladas, que recuerdan a pintores callejeros. Esas sinuosidades son la “muralla que nos protege” me comentó una lugareña, pensando, quizás, en los bravíos mares que bañan otras latitudes.
Tal vez hace un quinquenio, para seguir este calendario relato, visité las “Aguas de Moisés” en esa misma ruta oriental y el pasado se agolpó en el cerebro, buscando vestigios de felicidades evaporadas.
Ya inasibles. Asuntos laborales me llevaron de vuelta a oriente.
Gracias al estrés que da el trabajo decidí volver en son distinto y me instalé en Carúpano, el del chorizo arepero. Una tormenta interior me hizo decir una noche que no soportaba el ruido del mar, lo que me valió un también incesante chalequeo amistoso que duró unas cuantas horas.
Y es que el oriente venezolano es sol, mar, arena y pescado frito.
Así que el rumor del oleaje es ineludible. Y llegó el momento de decidir: ¿para cuál playa vamos mañana? La elegida fue la del pueblo San Juan de las Galdonas, evocación literaria de un insustituible amigo. Pero la escogida no fue esa, en mala hora. El marketinglocal nos llevó hasta Playa de Uva, “a sólo veinticinco minutos de Río Caribe”. No sé si ese fue el tiempo que “rodamos”, pero recuerdo perfectamente que nos recibió un mecate en la entrada y un aviso, lindísimo, hecho en madera, que decía: “Bienvenidos a Playa de Uva, a cinco minutos. No se permite la entrada de carros ni de cavas”. Bien bueno. La logística mañanera, según esta máxima, quedaba hecha polvo.
Y recordé otra vez el marketing, las foticos sobre el acrílico, que mostraban gramita, chocitas y una mesa con manjares en primer plano, con el mar sucrense de fondo.
Y me sentí en Caracas, en la estación del Teleférico para subir al Ávila, con una bolsita de chicharrón en un morral y los amables de trabajadores de la empresa que “comercializa” el paseo empinado, conminándote a dejar en el carro todo lo que te pueda matar el hambre. “Porque, pana, si te llevas todo para allá arriba ¿quién le compra a las franquicias nada autóctonas que adornan el empedrado bulevar avileño?”. Y resulta que si se te ocurre ir en lo que llaman temporada alta, las franquicias se hacen francamente insuficientes y tomarte un chocolate caliente en vaso de anime, se vuelve una odisea desagradabilísima que te hace añorar cualquier churro grasiento, de cualquier vendedor ambulante del centro de Caracas.
No conocimos Playa de Uva. Pero sí supe que el magnífico negocio es de “alta alcurnia”. Y también requete comprobé que hacer turismo en Venezuela es “hacer patria”, cómo no, pero en ocasiones, muchas, es excluyente. Y me sentí, otra vez, socialista. O comunista.
Da igual.
*Periodista
mechacin cantv.net
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