No debo decirlo porque es cursi, pero todo lo que
sigue tiene mucho de ficción. Mas, como podría parecerse
a algo real, no me conformaré con decir que es pura
coincidencia, sino que de producirse tal fenómeno, espero
que esto sirva para algo.
En la décadas del sesenta en adelante fue común escuchar a abnegados compañeros, muchos de los cuales experimentaron grandes sacrificios con estoicismo, dieron muestras de valentía y hasta heroicidad, decir que la revolución era una vaina de sólo echarle bolas. Esa disposición de ánimo, tenido como una percepción inapelable y hasta infalible, era suficiente para ganarse las charreteras. Cundió la idea que bastaba deshacerse de los gobiernos hincados ante el imperialismo y sustituirlos por otros que sólo tuviesen discurso y cierta práctica contrarios. El hecho mismo de sustituirlos, tomar el cielo por asalto se veía como papaya.
En el gobierno real o imaginario, una vez logrado el primer objetivo, eso de echarle bolas, significaba sentarse en una mesa, rodeado de partidarios, con un secretario por delante y empezar a producir decretos de nacionalizaciones, expropiaciones, confiscaciones, nombramientos, ocupaciones y tantas cosas más, que salían disparados hacia las personas u organismos que se encargarían de ejecutar aquello. El gobierno estaba echándole bolas al asunto para construir el socialismo. Los soldados o combatientes a quienes se les encargaba la tarea de tomar las fábricas o cualquier medio productivo, salían solícitos, entusiasmados y seguros que estaban contribuyendo a cambiar al mundo.
Parecía que bastaba con decir esto es socialismo, la buena fe de quienes aquel discurso pronunciaban, para que las cosas cambiasen y todo fue fuese fértil y productivo como en una historia mágica del reino de la fantasía.
En la calle, las masas, como el gentío dentro de un circo romano, aplaudía frenéticamente cada decreto porque iba dirigido contra alguien, a quien por lo general y con justificación se odiaba, aunque nadie sabía a quién se beneficiaría con aquella metodología. Abrían paso a los portadores de las órdenes y les daban palmadas de entusiasmo.
Cuando las cosas se tranquilizaron, tanta fue la tranquilidad que todo estaba parado y en silencio. Lo nacionalizado o confiscado comenzó a dar la imagen de un viejo cementerio; la herrumbre y el moho, como la hiedra, se extendían. La paz y la tranquilidad eran absolutas porque nadie sabía o se atrevía qué hacer con todo aquello. No hubo quien se plantease cómo, de qué manera y quiénes iban hacer que aquellos bienes siguieran funcionando y la isla de Jauja se forjase. Había que cambiar todo lo existente, porque lo anterior había sido una situación de explotación pero hubo una pequeña confusión, entre cambiar y destruir. En aquel afán loable de echarle bolas al asunto, lo que implica la doble acepción de atreverse y trabajar, se olvidó prever cómo hacer las cosas de allí en adelante. Hubo mucha voluntad para decidir, como antes para combatir y tomar el poder, pero demasiado descuido para pensar en qué hacer para multiplicar los panes, con la participación de todos y sobre todo, de quienes debían necesariamente, dejando de ser explotados, pasasen a la condición de productores, propietarios en común y diseñadores y dirigentes del proceso; es más se olvidó cómo hacer que aumentase la productividad para que la empresa ahora socialista siguiese funcionando en beneficio colectivo.
Como a falta de pan buenos son tortas, quienes tuvieron la osadía de echarle bolas al asunto y llevaron aquello hasta allí, habiendo tomado las riendas del Estado, tuvieron que echarse encima toda la tarea y dirigir y administrar aquellos bienes que empezaban a parecer piezas de museo, usando a los trabajadores que hasta el momento sólo vivían del aplauso, bajo condiciones un tanto parecidas a aquellas de cuando los propietarios marginados a ellos explotaban.
Se acumularon las causas, los inconvenientes y de golpe, un buen día, alguien se percató que algo andaba mal. No es suficiente la voluntad se dijo así mismo. No basta con echarle bolas o piernas al asunto, volvió a hablar para sus adentros.
Un buen día, decidió echarle bolas al asunto, convocó a un grupo de los íntimos y les expuso sus meditaciones ocultas. Sucede que cada uno de ellos había, por su lado, la mayor de las veces con la complicidad de las almohadas, llegado a pensar lo mismo y ese mismo era el pensar de las multitudes. Sólo que no se atrevían, por modestia, a confesarse y confesar a otro que como que en muchas cosas nos pelamos. Aquella vaina de las paredes tienen oídos, que solían decir las viejas de mi barrio, parecido a una advertencia pueblerina e insustancial se convirtió, de repente, en una enorme represa para el progreso.
Por supuesto, estaban seguros que había muchas cosas dignas de reconocimiento, alabanza e imitación. El atreverse a gritar y denunciar a los ladrones, abrir el espacio para intentar una y mil revueltas; demostrar a otra gente que si se podía desafiar al gigante y arrancarle el poder y vivir con dignidad pese a los errores cometidos, sin tener que volver atrás y de rodillas. Todo estuvo muy bien y es digno de plauso y reconocimiento hasta el infinito o fin de la historia, que no será cuando alguien lo diga, sino cuando el hombre desaparezca.
Aquello, menos mal sólo fue un sueño. Idea pura quizás. Pero el sueño soñado sirve para evitar empeñarse, no como dijese Calderón que los sueños sueños son, sino todo lo contrario la puritita verdad.
Es maravilloso, ojalá aquí decidamos hacer eso a todos los niveles, como ahora se hace en Cuba, crear comisiones en todos los niveles, de personas idóneas, técnicos, científicos, que haciendo trabajo de campo, aplicando sus conocimientos, formulen propuestas en sus respectivos espacios para empezar a construir el socialismo más allá del área de lo político y de la distribución más o menos justa de la renta estatal, lo que implica al mayor ritmo posible ir construyendo las estructuras productivas bajo relaciones de producción distintas al capitalismo, en cualquiera de sus formas; lo que permitirá o facilitará que los pueblos incorporados a ellas vayan cambiando y asumiendo la actitud de hombres nuevos. Por supuesto, esas propuestas deben pasar por la discusión de la gente, no sólo para que ellas se formen de acuerdo a la opinión y voluntad del colectivo, de manera que éste las asuma como suyas y al final las ponga en ejecución con entusiasmo, porque le son pertinentes.
Ha llegado el momento de ponerle freno a la improvisación, al reaccionar de manera espasmódica, responder sólo ante las crisis, sino de definir de manera concreta en cada espacio un proyecto de cambio dentro del Plan de la Patria.