¡Dios mío, para qué sirven los ricos!
Flora Tristán
No era hombre de medias tintas, jamás habló para satisfacer el gusto de nadie. No podía mucho menos ser –como don Miguel de Unamuno- un hombre de partido. Como pronto cayó en la cuenta de que nuestros semejantes suele nacer débiles, temerosos de los cambios, dados a la divagación, entonces en nombre de la enseñanza que preconizaba decía: “En verdad os digo que cualquiera que abandone su casa, su mujer, sus hermanos, sus parientes, sus hijos por el reino de Dios, recibirá el céntuplo en este mundo, y en el mundo por venir la vida eterna”. Bolívar sin andar pregonándolo, y aunque muchas veces los curas lo excomulgaron, fue un admirable discípulo de Jesús, como Chávez. Jamás nada material lo ató a este mundo. Sentía el Libertador verdadera repugnancia cuando Santander le recordaba que llevaba muchos años sin cobrar sueldo alguno (EN REALIDAD NUNCA RECIBIÓ SUELDO) y sin reclamar sus haberes militares. Bolívar le replicaba más o menos en estos términos: “Si me pagan por lo que he hecho por la libertad y por la gloria de luchar por mi patria, quiere entonces decir que todo esto tenía un precio. Yo siempre quise luchar por valores y por ideales que no se tasan en un mercado”.
No era pues Jesús, hombre de términos medios, y le exigía al que lo siguiera que no llevara dinero, ni provisiones para el camino, ni alforjas, ni un vestido para cambiarse. Que debía practicar la pobreza absoluta, como lo hacía, por ejemplo, Gandhi que andaba sólo con un palo para apoyarse y un harapo para medio cubrir su cuerpo. También les pedía a sus discípulos que si los detenían que no preparasen su defensa, toda defensa rebaja el espíritu, y la verdadera no está en este mundo. Y qué terriblemente exigente: “Si alguno quiere ser mi discípulo que renuncie a sí mismo y me siga. Aquel que ama a su padre y a su madre más que a mí, no es digno de mí; aquel que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Conservar la vida es perderse; sacrificar la vida por mí y por la buena nueva es salvarse. ¿De qué le vale a un hombre ganar al mundo entero y perderse a sí mismo? ”
Esto último es un verdadero grito de guerra contra la maldición de la riqueza material que es el único objetivo que inspira el capitalismo, y que además viene resumido en esa contundente expresión: “Deja a los muertos enterrar a sus muertos; tú ve y anuncia el reino de Dios.” Ya Jesús, muy joven, vio que el poder del oro es la fuente de todas las corrupciones. Del oro nace la fantasía de la felicidad, la ilusión de que es posible alcanzar una vida fácil y eterna, sin problemas. El sueño de que se puede tener cuanto uno ansía y busca para vivir a plenitud la vida.
Para tener ese oro hay muchos caminos, pero todos ellos conducen inevitablemente a la explotación del hombre por el hombre, al robo, al crimen, al engaño permanente, a la guerra permanente. A Jesús le disgustaban las ciudades porque veía en ellas toda esa falsedad en la que prospera ese sentido estúpido de la riqueza, de la fama y las modas. Por eso siempre prefería el campo o los pueblos poco habitados. En realidad, como dice Renán, estaba acostumbrado a su agradable comunismo galileo. Por su afición a la naturaleza, su imaginación sufría cuando se veía rodeado de murallas, por eso la auténtica religión para Él debía estar al aire libre, jamás en un templo. Cuando algunos discípulos lo pasearon por Jerusalén para que admirase la belleza de los templos y las formidables ofrendas votivas (que es como decir, como si le mostrasen los centros comerciales de hoy), les dijo: “¿Veis todos esos edificios? Pues bien, yo os digo que no quedará de ellos piedra sobre piedra”. Es entonces cuando Jesús observa que el rico cuando da limosna lo que hace es dar lo superfluo, no lo necesario. El rico da las sobras y jamás se quita el pan de la boca para satisfacer al hambreado.
Caracas, dijo José Martí, es la Jerusalén de América y en ella Bolívar tiene que enfrentarse hasta contra los cataclismos de la naturaleza. A Jerusalén llega Jesús a predicar en medio de la mayor incredulidad y perdición, pero era inevitable ir allí, su tumba, porque se encontraba en el centro de la vida judía. Si hoy apareciera un nuevo Jesús sin duda que tendría que ir a predicar al Vaticano, para enfrentar a los fariseos y para acabar como en parábola suprema su obra, crucificado en la plaza San Pedro. Pues bien, a Jerusalén llega a criticar con dureza la actitud de los ricos que por supuesto nunca van a entrar al reino de los cielos. Censura al clero opulento y se exaspera viendo la costra inmoral de la casta sacerdotal. Los oligarcas de entonces comienzan a temblar ante aquel hombre flaco y severo, por lo que mueven sus piezas para liquidarle. El avispero de los leguleyos y expertos en cualquier materia de derecho canónico y de exégesis saltan como fieras para apabullarle, para destrozarle. “¡Jerusalén, Jerusalén, que matáis a los profetas y lapidais a los que son enviados! Cuántas veces he intentado reunir a tus hijos, como la gallina a sus polluelos bajo sus alas y tú no has querido! ” Estaban demasiado arraigados los prejuicios de raza, los privilegios de los poderosos en Jerusalén para que le escucharan y le siguieran, y entonces estalla aquella voz severa y terrible: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis los sepulcros de los profetas y adornáis los monumentos de los justos y decís: ‘Si hubiéramos vivido en la época de nuestros padres no hubiéramos sido sus cómplices en el asesinato de los profetas’. Así, pues, confesáis que sois los hijos de aquellos que han matado a los profetas. Pues acabad de colmar la medida de vuestros padres”. Les decía que Dios les enviaba profetas y sabios, y ellos mataban a unos y perseguían a los otros, “pero yo os digo que se volverá a pedir cuenta a la generación presente sobre toda esta sangre.”
Aún así, con toda la confusión de aquella época, el hombre no estaba tan pervertido y degradado como el del presente. El hacinamiento moral de hoy entre los barrotes de los bancos, de los comercios y rascacielos, entre el funesto y desquiciado consumismo, la usura como el gran dios del progreso y del desarrollo, la venta de almas, de sueños, de ideales por un puñado de denarios. Con un Judas en bata blanca en cada hospital, con docenas de Judas de toga y birrete en cada universidad autónoma, en colegios, pontificando sobre la libertad de pensamiento en medios de comunicación y en los llamados centros culturales. Cuando vemos la cúpula de la Iglesia convertida en otra pata vital del neoliberalismo con negocios en la educación, en el tráfico de armas, en el comercio de medicamentos (Véase cómo el órgano de la Conferencia Episcopal Venezolana que aparece encartado cada dos domingos en El Nacional viene totalmente financiado por las transnacionales). Todo el podrido dinero es una sola cloaca, un solo vaso comunicante cuya columna superior se encuentra en los rascacielos de Nueva o Chicago, y va por el mundo contaminando cuanto toca. Los inmensos capitales que circulan por el Vaticano forman parte del engranaje propulsor de las políticas guerreristas del Departamento de Estado norteamericano. Incluso, se podría decir hoy que la farsa que predomina en el Vaticano ya no puede subsistir sin el apoyo del capitalismo. Lo que predomina en la sociedad actual es el confort, la hipocresía, el disimulo, la apariencia, el negocio de la moda, la imitación de lo vulgar que promueven a través de la televisión las transnacionales, y a lo cual se ha plegado tan maravillosamente la Iglesia cristiana. Es por ello como vemos que los grandes enemigos de la revolución bolivariana son precisamente el gobierno de Washington y la cúpula suprema de la Iglesia católica. Fueron la CIA y el OPUS DEI quienes dirigieron el golpe de estado el 11-A.
Para comprender lo que Chávez ha revuelto en Venezuela desde que apareció en 1992, es necesario primero que se comprendan las palabras de Jesús, cuando proclamaba: “Quizás creáis que he venido a traer la paz a la tierra; no, he venido para lanzar la espada. En una casa de cinco personas, tres estarán contra dos, y dos contra tres. He venido a separar el hijo y al padre, a la hija y a la madre, a la nuera y a la suegra. De hoy en adelante los enemigos de cada uno estarán en su casa ”. “He venido para traer el fuego a la tierra; ¡tanto mejor si la tierra arde ya!”.
Renán en su libro “Vida de Jesús” (que el Presidente Chávez debería ordenar reeditar millones de ejemplares), dice que Jesús mostraba una mansedumbre exquisita para con los simples y que se exasperaba ante la incredulidad. Por ello su verdadera religión era la del corazón, la de los hechos, no de palabras ni de rezos o de golpes de pecho. Por eso buscaba a los humildes y a los rechazados de todo tipo, actitud que sacaba de quicio a los fariseos. La definición que da Renán de un fariseo cuadra perfectamente con la de un escuálido: “Un fariseo es un hombre infalible e impecable, un pedante seguro de tener la razón y que ocupa el primer lugar en una sinagoga, que reza en las calles, que da limosna al son de las trompetas”. Aunque también es terrible al aclarar: “Siempre tendréis pobres con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis”.
Nos recuerda Renán que la burguesía farisea, mayormente conformada por escribas (como esos intelectuales que embadurnan de bilis negra, páginas y más páginas en “El Nacional”, “El Universal” o “El Nuevo País”), que vivían de la ciencia y de las “tradiciones”, andaban escandalizados y chillando por lo que el Maestro pregonaba ya que en verdad veían amenazados sus intereses y perturbados sus prejuicios. Como si estuviese señalando a una Marta Colomina, Luis Ugalde o a un Manuel Caballero, Jesús aconseja al pueblo que tenga cuidado con esta clase de gente: “Los escribas y fariseos están sentados en la cátedra de Moisés. Haced lo que os dicen, pero no hagáis lo que hacen, porque ellos dicen lo que no hacen. Ellos crean imposibles cargas de llevar, y las colocan sobre los hombros de los demás; en cuanto ellos no tratan de moverlas ni con la punta de un dedo. Todo lo hacen para que les vean los hombres: se pasean con largas túnicas, llevan anchos filacterios, sus mantos tienen orlas más largas, ocupan los primeros puestos en los festines y los primeros asientos en las sinagogas, les gusta que los saluden en las calles y que les llamen ‘maestro’. Ay de ellos” era por ello que Jesús proclamaba que había venido al mundo para abrirles los ojos a los ciegos y dejar sin vista a los que creían ver. Su ira contra esos intelectuales imbéciles es la misma que me subleva cada vez que veo ensalzar en la gran prensa nacional o en las universidades a los supremos asnos de la “cultura” como a Pedro León Zapata, a una Sofía Imber, un Luca Arraiz, Milagros Socorros o Simón Consalvi: “Ay de vosotros escribas y fariseos, hipócritas, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia y sólo la utilizáis para cerrar a los hombres el reino de los cielos. Ni entráis ni dejáis entrar a los demás… Guías ciegos que filtráis vuestro vino para no engullir un insecto y os tragáis un camello. ¡Ay de vosotros!”
El imperio romano nunca imaginó que con el nacimiento de Jesús sus días estaban contados. Había nacido en su seno el germen destructor de todo el poder que encarnaban aquellos tiranos, porque se estaba llamando a todos los hombres a participar del reino de Dios. Jesús nacido del pueblo provocó una gran revolución: la primera gran victoria de lo espiritual, de lo poético y moral sobre lo práctico y material. Ya el llamado Estado sin pueblo pasó a representar la fuerza monstruosa que crucifica al redentor: la fuerza de la tiranía, y desde entonces los acusados, los rebeldes y los sublevados son los que tienen la razón. Un Estado sin pueblo es la representación absoluta de la fuerza policial, de la tiranía, del crimen, de la violencia y tortura. El dolor de Jesús es así el dolor supremo del pueblo; la sangre que derrama es la sangre del pueblo, su flacura, sus huesos y su carne lacerada es la del pueblo. Su crucifixión es la del pueblo cada vez que un tirano se hace con el poder.
Para mantener viva una revolución es indispensable que el pueblo venere a quienes la dirigen, que les sigan con valor y con lealtad y que estén absolutamente dispuestos a morir por ellos. A Jesús sus discípulos más cercanos jamás le fallaron, y acabaron por llevar a todos los rincones del mundo sus sagrados preceptos, sus ideas y sublimes mandatos. Bolívar mientras estuvo al mando supremo de la revolución independentista fue idolatrado por sus soldados que provenían de los campos, llaneros, pescadores, labriegos. Nunca antes se había conformado un ejército tan disciplinado y valiente como el organizado por Bolívar y Sucre, y que llegaran a adorar a sus jefes con tanta devoción sincera y denodada entrega. La Revolución Cubana ha podido enfrentar durante 46 años al monstruo imperialista porque ha tenido a dos portentosos dirigentes (que cumplen los mandatos de José Martí): Fidel Castro y el Che Guevara. Hoy, la Revolución Bolivariana cuenta con otro hombre de extraordinaria calidad humana y serena valentía, el comandante Hugo Chávez. Tenemos pues, otro líder que debe formar escuela para la libertad, para la dignidad y la total soberanía de nuestro pueblo por mil años, por toda la eternidad.
Bolívar, como Jesús, también fue víctima de la horrible cobardía e ingratitud de los hombres de partido, de la ambición desmedida que genera el poder. Bolívar acaba por decir que aró en el mar, y Jesús parece arrepentido al creer que ha sufrido por una raza indigna y vil: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. En verdad ambas acaban por ser dos bella parábolas. Que el mal nunca duerme y que cualquier derrota es parte del temple con que se van forjando los espíritus fuertes. Que nos corresponde ser dignos seguidores de esos hombres que son la sal de la tierra, sin los cuales la vida no vale la pena ser vivida. Que al frente está el perenne desafío de tener que vencernos a nosotros mismos cada vez que se atraviesa el diablo de la ambición, de la pequeñez humana, del rencor, de la envidia, de la vanidad, de la soberbia. Además esos dolores, de Jesús crucificado, de Bolívar en su lecho de muerte son exaltaciones plagadas de un profundo sentido de amor por la humanidad, porque si Bolívar aró en el mar y Jesús crucificado se pregunta por qué Dios le ha abandonado, entonces con qué derecho nosotros podemos quejarnos por nuestros pequeños fracasos, dudas y temores. Es decir, comprendemos que el hombre ha nacido para este largo peregrinaje de penas, para este rosario infinito de amarguras y sufrimientos y que toda obra suprema requiere primero de una larga formación interior que algún día acabe por llevarnos a decir: Yo tampoco merezco reposo, yo tampoco pido para mí lo que le fue negado a nuestro Señor, a Bolívar, a Chávez. Jesucristo, el socialista radical.
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