Corría la década de lo setenta, el país estaba anestesiado y orgulloso de ser rico y sus reservas internacionales superaban al resto de los países de Latinoamérica. Los periódicos se daban el lujo de no tener que reseñar nada sobre el campo, sobre las actividades agrícolas y pecuarias. Acababa de terminar el peligro de las “actividades subversivas” de la izquierda y grandes pelotones de dirigentes que habían ido a combatir a la guerrilla eran funcionarios burocráticos del Estado. Al parecer se afianzaba el criterio de que el comunismo era un horrible fracaso, que lo que importaba era ganar dinero, dedicarse al comercio y buscar el éxito siguiendo el modelo del progreso que nos mostraba el gran imperio del Norte. Hasta intelectuales que hasta hace poco habían mostrado una posición radical para imponer un sistema totalmente opuesto al que nos había dejado Rómulo Betancourt, ya sostenían convencidos que ser revolucionario era algo pasado de moda, que el Che Guevara había sido un personaje equivocado, que Fidel era un líder anacrónico y fuera de la realidad política de su tiempo. Que el mismo Bolívar resultó un fraude para América Latina por oponerse a la doctrina de James Monroe y por haberse aliado contra el liberalismo de su época y cuanto sostenía su opositor Francisco de Paula Santander. Fueron los años cuando se desataron montañas de escritos contra el Libertador, y se lamentaban algunos incluso de que nosotros no hubiésemos tenido la suerte de haber sido invadidos y colonizados por los Estados Unidos, como le pasó por ejemplo a Puerto Rico.
Por las universidades venezolanas el debate sobre el destino de nuestra Nación se paralizó, y se dudaba si debíamos ser o no soberanos o un Estado asociado a Norteamérica. La tesis del oligarca colombiano Germán Arciniegas de que Bolívar era todo un mito caló hondo en la sociedad y en las escuelas, al igual que la posición de Francisco Herrera Luque de que Bolívar era un oportunista, manipulador e inescrupuloso. El historiador Carrera Damas sostendría entonces que era profundamente reaccionario estudiar nuestra cultura, defender nuestros valores, dedicarnos a lo nuestro.
No existía entonces ni país, ni cultura, ni patria a la que amar ni por la
cual luchar. Lo importante era irse de Venezuela a estudiar, a vacacionar para traer hartos cachivaches con los cuales despertar la envidia del vecino; a operarse en hospitales de lujo, a vivir a Miami, y de aquí única y lastimosamente recibir el dinero que se sacaba del petróleo. Teníamos el supremo convencimiento que de nosotros no se podía sacar nada bueno, y que no servíamos para nada y que estábamos incapacitados para producir cosas que valieran la pena. Que además para eso estaban los gringos que todo lo hacían bueno y barato.
En esa bacanal de inopia, de dejadez, de total desconocimiento sobre lo nuestro, emborrachados todos por las cataratas de los petrodólares, se funda la Universidad Nacional Experimental de los Llanos Occidentales “Ezequiel Zamora”, cuya aparición, por cierto, no fue recogida por los grandes medios nacionales ni mucho menos por los canales de televisión de la época. Claro, el gobierno de Carlos Andrés Pérez pagó páginas completas para saludar su advenimiento, su inauguración, pero las noticias de entonces estaban centradas en la guerra personalista que entablaban los partidos AD y COPEI por cogerse el poder.
Sin embargo se estudiaban y se hacían estadísticas que hablaban de la urgencia de dedicarse a la creación de una universidad para la siembra, para la producción. Algunas mentes solitarias alertaban que para 1990 América Latina tendría una población de 500.000.000 habitantes, y con el ritmo de crecimiento para el 2000 estaríamos cercano a los 650.000.000 habitantes, y que el 50% de ellos serían jóvenes entre 4 y 24 años. El analfabetismo en las zonas rurales era de un 60%.
Se estaba creando una universidad en medio de la gran estampida de gente del campo emigrando hacia las grandes ciudades. Los campesinos tiraban los machetes y azadones, cogían sus mamparas y como podían se asentaban a los bordes de los abismos miserables principalmente en los cerros de Caracas.
Docenas de miles de estos seres murieron acribillados en las oscuras callejas de la gran capital antes de ver coronados sus sueños de poder
darle educación a sus hijos, salud, y de tener una vida digna y decente en su patria. Una vez establecidos en aquella ciudad de Satanás ya no podían volver atrás, y se los tragó la inclemencia de los tiempos.
¿Cuántos de esos campesinos para los que no había país, leyes, justicia, murieron echados como reses apestosas a las puertas de las emergencias de hospitales que nunca funcionan, fueron masacrados en las cárceles, torturados? ¿Cuántos se habrían suicidado? ¿Cuántos acabaron triturados como mendigos viviendo bajo puentes, embrutecidos por el alcohol, por la droga?
Esa universidad para el campo que se estaba creando tenía sobre todo que ver hacia ese mar embravecido de la migración hacia la ciudad, y hacer lo imposible por contenerla. Pero no se lo planteó, porque nos estábamos llenando del prurito del academismo, de la investigación, y necesitábamos parecernos a las universidades europeas o norteamericanas. Nos dedicamos primero a complacernos a nosotros mismos, y tratar de hacer ver a los demás que éramos fundamentalmente doctores, profesores eméritos, distinguidos catedráticos, y que merecíamos del país el más exigente de los respetos. A medida que nuestros supuestos conocimientos y profesionalismos avanzaban, Venezuela seguía ciega, torpe y descoyuntada hacia la ruina, hacia el caos y la perdición moral y humana. Nos habíamos convertido en los mayores consumidores de whisky caro del mundo. En uno de los países más corruptos e inseguros del planeta. ¿Qué aportaban los miles de PhD’s y académicos que el Programa Gran Mariscal de Ayacucho había becado en el exterior? La realidad a treinta años de aquella locura de becas y programas para salir del atraso es pavorosa: casi todos los países de América Latina que carecieron de tantos bienes, de tantos recursos monetarios como los que nos llegaron en la década de los setenta, y que no tenían con qué becar a sus estudiantes ni para estudiar en su propio país, hoy nos superan en el campo de la ciencia, de la tecnología y del humanismo. ¿Qué pasó? Sencillamente que lo que no nace de nosotros mismos carece de sustentación propia, y que sólo el sacrificio, la lucha auténtica que brota de la necesidad, del dolor y de la constancia es capaz de mantenerse firme y seguro en el tiempo.
Con el crecimiento de la población y conociéndose de las potencialidades agropecuarias de la región de Barinas, Cojedes y Portuguesa, en febrero de 1974, casi feneciendo el gobierno de Rafael Caldera, se lleva ante Consejo Nacional de Universidades aquel clamor que venía estampado en un proyecto de creación de la Universidad Rural de Venezuela, que había pasado primero por la factibilidad de la creación del Núcleo Experimental de los Llanos Occidentales dirigido a la formación de operarios agroindustriales y bachilleres agropecuarios.
Aquel proyecto contemplaba que ésta debía ser una institución que estuviera al servicio de la causa del campesinado, la defensa de la reforma agraria y que fuese capaz de generar un desarrollo rural estable y que atendiese las necesidades materiales y espirituales de la familia campesina. Para entonces casi nadie se acordaba de la reforma agraria y en verdad se recordaba como un profundo fracaso. Los créditos casi todos se perdieron. No se podía hacer un balance de lo logrado a tres lustros de aquella reforma agraria, y las tierras repartidas formaron parte del botín de los ricos que se las cogieron o las compraron a campesinos por tres lochas.