Aceptar hablar en favor de Cuba es resignarse malhumorado a una desigualdad de base. Que Cuba tenga no sólo que defenderse sino también que justificarse ininterrumpidamente en voz alta la presupone ya como un cuerpo extraño, un artificio inscrito en el seno de la naturaleza, una anomalía extravagante o criminal, y por eso mismo, frente a ella, el modelo que la combate, con todos sus procedimientos violentos e ilegales, aparece siempre ya naturalizado, legitimado, justificado por su propio poder para pedir cuentas a Cuba.
Yo no voy a defender a Cuba esta tarde. No voy a llamar la atención sobre aquellos aspectos en que se revela manifiestamente superior: su capacidad para afrontar catástrofes con pocos medios demostrando que el mejor dispositivo de protección civil es la preocupación por el hombre; su extraordinario sistema sanitario elogiado por la OMS que la convierte en la máxima exportadora mundial de alivios médicos; su enseñanza pública sin igual, modelo para otros países de América Latina; o sus éxitos insólitos en investigación y deporte. Reconocidos por organismos internacionales, repetidos una y otra vez por los amigos de Cuba, no logran en todo caso penetrar la piel de nuestros ciudadanos y sirven tan escasamente para validar la revolución como las cárceles secretas o los bombardeos con fósforo blanco de los EEUU para invalidar la presunta democracia de ese país. La verdad de Cuba suena siempre retórica o propagandística; la verdad de los EEUU es siempre accidental, marginal, insignificante, irrelevante.
Voy a hablar mal de Cuba. Voy a hablar mal de Cuba en primer lugar porque hablar bien no sirve de nada. Voy a hablar mal de Cuba además porque los amigos de la revolución no debemos ocultar aquellas sombras que dentro de la isla se discuten y se denuncian abiertamente. Pero voy a hablar mal de Cuba, también y sobre todo, porque quizás a través de aquello que va mal podamos aprehender la lógica que no sabemos columbrar en aquellas cosas que van bien. En lugar, pues, de atender a aquellos aspectos en que el modelo cubano es manifiestamente superior, me centraré en algunos problemas que comparte con el modelo capitalista para, de esa manera, tratar de averiguar si los mismos problemas obedecen a las mismas causas o revelan pautas y estructuras diferentes.
Por razones de tiempo, me limitaré a tres problemas que Cuba comparte con EEUU o España –o cualquier otro representante, central o periférico, del capitalismo mundial.
Tomemos, por ejemplo, un problema actual e inquietante de la sociedad cubana: eso que llamaremos la “desprofesionalización del trabajo”. Cada vez ocurre con más frecuencia, en efecto, que profesionales altísimamente cualificados, profesores, investigadores, médicos, realicen trabajos muy por debajo de su formación, con la consiguiente frustración personal y despilfarro colectivo. En medio de la dificultades cotidianas de la isla y en el cuadro de las contradicciones que la maldición bíblica del turismo ha introducido en ella, especialistas y universitarios renuncian a la disciplina que libremente han elegido para ganar más en un trabajo rutinario, pesado y sin cualificación. Por primera vez desde 1959, por ejemplo, el gobierno cubano tiene que enfrentarse a un déficit de maestros, ahora insuficientes para atender las exigentes necesidades del sistema educativo revolucionario, que incluye dos profesores por aula. Si los taxistas y camareros cubanos son los más cultos del mundo se debe no sólo a que los taxistas y camareros cubanos (por no hablar de los campesinos) estudian y leen mucho en sus horas libres sino también a que, según un cliché desgraciadamente fundamentado, los ingenieros e historiadores se hacen a menudo maleteros de hotel. La desdolarización de la economía, el aumento del salario mínimo y el remonte esperanzador de la economía cubana ayudarán sin duda a evitar en el futuro esta sangría de recursos, pero hoy por hoy las cosas están así.
Como sabemos, este problema es también común en España. Es, aún más, un problema endémico en nuestro país, donde un porcentaje creciente de jóvenes acaba haciendo un trabajo distinto de aquél para el que se había preparado. Todos conocemos personalmente decenas de jóvenes, algunos de ellos primeros de su promoción en la Universidad, que están trabajando como operadores de Telefónica o camareros del Burger King. Todos conocemos personalmente decenas de jóvenes, pues, que no pueden hacer el trabajo para el que se han preparado y hacia el que les inclina su vocación y están obligados a aceptar, si es que no quieren morirse de hambre, un trabajo rutinario, pesado, alienante y sin cualificación en el que además se invierten muchísimas horas y se gana muy poco.
Bajo dos problemas iguales, en Cuba y en España, podemos adivinar ya, sin embargo, dos lógicas diferentes. Según narraba en el libro Cuba 2005 (Editorial Hiru), a mi regreso de un viaje a La Habana me encontré con un amigo español, biólogo de formación, que se dedica intermitentemente a la investigación y que se dolía, al hablar de oídas de la situación en Cuba, de que allí un maletero de hotel ganase más que un científico. Este hombre participaba en esos días en una protesta de 400 investigadores españoles que denunciaban la política de investigación en nuestro país y en general en la UE, donde los contratos precarios y discontinuos, un sistema de becas caprichosas y con límites de renovación y la dependencia del sector privado determinan que muchos de nuestros científicos jóvenes, al cabo de unos años, acaben expulsados de los circuitos de la investigación y tengan que hacerse operadores de Telefónica o camareros del Burger King. Mi amigo, que compadecía a los cubanos, no se daba cuenta de hasta qué punto su situación era peor que la de sus colegas isleños. En Cuba los científicos no piden trabajo: pueden hacer el trabajo que han escogido, en beneficio de su espíritu y de la humanidad, y sólo si no aguantan más, si quieren mejorar su propia situación personal, si les da la gana por razones particulares –elogiables o no- abandonan su campo para ejercer un empleo más embrutecedor pero mejor remunerado. Un cubano es libre –incluso según nuestro limitado y capcioso concepto de libertad- para escoger su trabajo con arreglo a su formación y sus ambiciones espirituales; o para escoger un salario más alto, a cambio de renunciar a satisfacer sus inquietudes intelectuales y su afanes humanistas. El caso de un científico español es exactamente el contrario: no se le deja servir a su alma, a su país y a la humanidad realizando el trabajo para el que se ha preparado y encima se le obliga a aceptar un salario muy bajo en un empleo embrutecedor. En Cuba el problema es básicamente de recursos económicos; sería sin duda bueno que sus científicos, como el resto de sus ciudadanos, alcanzasen un nivel mayor de bienestar material, pero en Cuba no se obliga a nadie a trabajar de maletero si se ha formado para neurobiólogo y se conforma con ganar muy poco (a cambio de un respeto, reconocimiento y prestigio que entre nosotros va siempre asociado al dinero y, por lo tanto, más a un futbolista que a un premio Nobel y más a un maletero, a condición de que fuera rico, que a un neurobiólogo). En España, al revés, el problema es el secuestro de recursos económicos inmensos por parte de un sistema de acumulación indiferente –porque no diferencia entre una vacuna y una bomba- que selecciona los programas de investigación y obliga a los científicos excedentes a trabajar de maleteros de hotel. Se podría decir que en Cuba las cosas ocurren como si –aunque no sea cierto- a los maleteros de hotel se les indemnizara económicamente por renunciar a un trabajo enriquecedor y prestigioso y realizar a cambio uno penoso e insatisfactorio; las cosas no son así, pero incluso este fallo extraño propone para el futuro, a mi juicio, un buen modelo de compensaciones. Se podría decir que España, al revés, impide a sus ciudadanos hacer el trabajo para el que se han formado y les castiga además bajándoles el sueldo.
Más terrible que esto, es comprobar cómo esta diferencia de modelo va acompañada de una diferencia mental correspondiente. No deja de ser curioso que mi amigo el biólogo español, que protestaba porque no podía dedicarse a la biología, en lugar de envidiar a su colega cubano porque él sí podía investigar, lo compadeciera porque ganaba menos que un maletero, como si uno debiese hacerse biólogo para ganar más. A esto se reduce, bajo la batidora del capitalismo, el modelo de ciencia universal y desinteresada invocado en nuestra tradición ilustrada: los jóvenes españoles que acaban siendo maleteros de hotel han intentado llegar a ser biólogos por la misma razón que algunos biólogos cubanos han acabado por elegir ser maleteros: para tener más dinero. En nuestro país, condenados al paro y con este horizonte mental, no es de extrañar que muchos de ellos, para evitar Telefónica o el Burger King, acepten sobornos de las petrolíferas para manipular informes sobre cambio climático o de las farmacéuticas para ocultar la inutilidad o incluso el peligro de algunos medicamentos.
Fijémonos ahora en un segundo problema: la vivienda. En la actualidad Cuba se enfrente a una grave crisis de vivienda. Es verdad que, al contrario que en España, nadie duerme en la calle, pero ocurre con mucha frecuencia que los jóvenes no pueden abandonar la casa de sus padres y que hasta tres generaciones tienen que compartir un espacio que, por eso mismo, se vuelve cada vez más angosto y asfixiante, con el consiguiente deterioro de la convivencia y del bienestar psicológico. La causa de este problema es tan terrible como sencilla: faltan casas y faltan recursos para construirlas. En este contexto, la solución que se ha inventado, la de la redistribución de los espacios a la medida de los cambios demográficos y familiares, genera inevitablemente conflictos personales y dificultades administrativas.
Pero este problema, ¿no nos resulta familiar en España? Cada vez los jóvenes españoles se emancipan más tarde del hogar materno; cada vez es más frecuente encontrar en una misma vivienda tres generaciones –abuelos, padres, hijos- compartiendo el mismo espacio, en un ambiente además de pugna y desasosiego recíproco; cada vez es más frecuente que el espacio habitable sea más angosto y asfixiante. Pero en este caso, a síntomas parecidos, la causa del problema es más difícil de comprender. En Cuba faltan casas y no tienen recursos para construir más; pero hete aquí que en España sobran casas y no se para de construir. Los jóvenes españoles no pueden acceder a una vivienda precisamente porque sobran casas. El parque de viviendas en España ha aumentado un 21% desde 1991 mientras que la población sólo ha crecido un 5%. Nuestro país tiene el mayor porcentaje de viviendas desocupadas de la UE: el número de casas vacías en el conjunto del Estado asciende al 14% y sólo en la Comunidad de Madrid hay 300.000 casas totalmente vacías y otras 300.000 sin ocupar por ser segunda residencia. El problema de España, tan incomprensible para el sentido común, es que hay demasiadas viviendas. Lo que sólo puede explicarse si introducimos –contra la propia Constitución española- una peculiar instancia económica que convierte las casas, no en un valor de uso inalienable, provisto de cuatro paredes y algunas ventanas, sino en una colección de cromos privados que tienen que cambiarse unas cuantas personas y que hay que acumular lo más deprisa posible en unas pocas manos; una instancia económica que convierte las casas, tan sólidas en apariencia, en títulos, acciones y billetes de papel.
Pasemos ahora a un tercer problema particularmente delicado: la corrupción. Como el propio Fidel Castro acaba de denunciar en un extraordinario discurso, una cierta corrupción ha acabado por penetrar el tejido de la revolución. Por un lado, existe eso que muy rigurosamente podríamos denominar “corrupción de baja intensidad” y que tiene que ver con eso que los propios cubanos nombran con el verbo “resolver”; es decir, con la necesidad de redondear el presupuesto familiar al margen de los circuitos laborales establecidos. Todos conocemos algún ejemplo de esta práctica muy extendida: el empleado público que utiliza el automóvil estatal, fuera de su horario, como taxi; el cigarrero que sustrae o desvía unos tabacos de la fábrica de puros; el jubilado que alquila una habitación a un extranjero. Y hay también, desgraciadamente, una corrupción de intensidad media; ésa precisamente que ha denunciado Fidel Castro y que, una vez más, está relacionada con la maldición bíblica del turismo y con las contradicciones económicas que ha introducido en la isla, sobre todo tras la descentralización parcial de la economía como medida de supervivencia durante el llamado “período especial” en la década de los 90. Si definimos el término corrupción como “la utilización de los poderes y los recursos públicos al servicio de los intereses privados”, creo que podemos calificar de corrupción tanto la primera como la segunda y hay que admitir, por mucho que nos duela, que también en Cuba hay corrupción.
Pero si aceptamos esta definición de corrupción (“poner los poderes y los recursos públicos al servicio de los intereses privados”) entonces hay que decir que no ocurre que haya también corrupción en el capitalismo; ocurre que corrupción y capitalismo son lo mismo y que la corrupción es el comportamiento normal, rutinario, ininterrumpido, de los gobiernos capitalistas. El capitalismo es corrupción y una corrupción de tan altísima intensidad que sus efectos se miden no en monedas sino en muertos; y no en cientos ni en miles ni en centenares de miles sino en millones de muertos. Con excepción de Cuba y Venezuela, todos los gobiernos del mundo han aceptado someter su independencia política y su dignidad moral al dictado de los intereses privados y han refrendado este sometimiento mediante la firma de acuerdos internacionales (TLC, ALCA, GATT) o la obediencia a organismos internacionales (OMC, FMI, BM) que someten todos los poderes y recursos públicos (agua, energía, semillas, minerales, petróleo) a las veleidades de los intereses privados. El registro de la corrupción del capitalismo es sencillamente –por ejemplo- la sección de economía de El País, donde se reflejan las claudicaciones de los gobiernos y los beneficios de las multinacionales, las cuales se jactan en el resto de las páginas del periódico de sus bajezas: eso que (terrible corrupción también lingüística) llamamos “publicidad”. El capitalismo es un sistema corrupto de producción y de consumo y esta corrupción, por tanto, se extiende como mancha de aceite a todos los niveles, desde las reuniones de Davos hasta las reuniones de vecinos. Nunca esta corrupción ha sido más evidente y nunca se ha puesto menos cuidado en respetar, al menos formalmente, la independencia de la instancia política: basta pensar en la intimidad orgánica entre la familia Bush y la industria del petróleo o entre el vicepresidente Cheney y Halliburton o entre Donald Rumsfeld y Gilead Sciences Inc.; basta pensar en el hecho de que el empresario más rico de Europa, Silvio Berlusconi, es al mismo tiempo el dueño de Italia. La imagen más vívida, más espectacular, más tangible, de esta corrupción estructural del capitalismo la ofrece, por lo demás, la ciudad de Madrid, réplica de Bagdad, en la que la especulación inmobiliaria y la industria del automóvil, mano a mano, destruyen y reconstruyen permanentemente sus calles y sus casas –horadan su suelo, derriban paredes, revientan plazas- conspirando contra el bienestar de sus habitantes.
La corrupción en Cuba es grave, pero constituye en cualquier caso una excepción individual a la regla. El peligro estriba en que la suma de excepciones, la generalización de la excepción, que nunca invalidará la regla, puede hacer inviable su aplicación. Por eso Fidel castro hace muy bien en tomársela completamente en serio. La corrupción en Cuba, en cualquier caso, sólo daña a la revolución y sólo destruye sus indudables logros. La corrupción del capitalismo es, en cambio, literalmente mortal. Basta espigar las páginas de los periódicos para contabilizar sus víctimas; lo normal es que –se me ocurren a la carrera algunos ejemplos- Arnold Schwarzeneger, gobernador de California, cobre 6,7 millones de dólares de las revistas de culturismo y boicotee por eso una ley que pretendía regular el sector de las dietas, responsable de la muerte de miles de personas todos los años; lo normal es que la farmacéutica Merck sólo retire el antinflamatorio Viexx, a sabiendas de sus efectos, después de que produzca 27.000 muertos; lo normal es que Nestlé envenene durante meses a sus clientes o que la casa Bayer denuncie al gobierno de Sudáfrica porque quiere curar a los cientos de miles de enfermos de SIDA de su país; lo normal es que si la multinacional SMAK despide a 22.000 trabajadores inmediatamente se disparen al alza sus acciones; lo normal, en suma, es que mueran 3 millones de congoleños en cinco años para que diez empresas occidentales, denunciadas por la ONU, puedan seguir vendiendo ordenadores personales y teléfonos celulares. En este sentido, podemos sin duda calificar con cierta severidad de corrupción de baja intensidad todo aquello que en Cuba se nombra con el verbo “resolver”; pero mucho más literalmente podemos definir así todo lo que entre nosotros nombramos con el verbo “comprar”. De algún modo todos los consumidores occidentales nos dedicamos permanentemente a la corrupción de baja intensidad cada vez que vamos al supermercado.
Pero la corrupción no es sólo el funcionamiento normal de una economía de destrucción generalizada que pone una y otra vez –y no tiene más remedio- los poderes y recursos públicos al servicio de los intereses privados; es además una mentalidad, una estética, un modelo psicológico y cultural. En España, como en el resto del occidente capitalista, se adora, se reverencia, se emula, se envidia, se aplaude la corrupción. Todos los años se publica la lista de los hombres más corruptos del planeta, con Bill Gates a la cabeza, y hasta los parados españoles estaban contentos este año porque entre ellos había por primera vez diez compatriotas. No sólo incurrimos en la corrupción de baja intensidad del consumo irresponsable sino que admiramos más que nada en el mundo la corrupción de alta intensidad.
La corrupción en Cuba, digo, es grave, pero es humana y revela la humanidad de un modelo que puede ser influido, para bien y para mal, por las decisiones individuales; que por esto mismo es frágil pero que por esto mismo es realmente un modelo político. La sociedad cubana es tan humana, para bien y para mal, que su supervivencia depende de los hombres que la componen y de lo que ellos hagan con sus instituciones y con sus leyes; y si la solidaridad y la resistencia pueden salvarla, la corrupción y la indiferencia pueden destruirla. Cuba es hasta tal punto humana, hasta tal punto está dominada por las decisiones políticas, que la corrupción individual puede dañarla. Por el contrario, el capitalismo es tan esencialmente corrupto, impersonal e inhumano que ninguna bondad individual puede corregirlo. La amplia zona capitalista del mundo se divide en dos partes; en una de ellas, la que corresponde al llamado Tercer Mundo, todas las soluciones individuales –el pequeño robo, el pequeño tráfico de drogas, la pequeña prostitución- constituyen delitos; en la otra, la que identificamos con el Primer Mundo, se puede destruir el mundo a gran escala sin violar jamás los mandamientos. En España podemos, en efecto, cumplir los mandamientos, pero el mero cumplimiento de los mandamientos no servirá jamás para sanear el capitalismo ni para salvar a los muertos que matará mañana. Es verdad que el capitalismo necesita –con perdón- un puñado de hijos de puta y es verdad que los que lo combatimos necesitamos una buena armadura moral, pero ni el capitalismo consiste en la suma de sus hijos de puta ni se lo puede derrotar extendiendo sólo la bondad. Esta es otra de las maravillosas vulnerabilidades de Cuba que la diferencian de su rival: pues mientras la generalización de la corrupción en la isla puede destruir la revolución, la generalización de la bondad en EEUU no puede destruir el capitalismo. La revolución es una cuestión de hombres; el Mercado es una cuestión de hambres; y el hambre impone su ley a todos sus vasallos por igual.
Acabo. Creo que a partir de estos ejemplos podemos ya vislumbrar hasta qué punto, allí donde la sociedad cubana y la sociedad capitalista comparten los mismos problemas, las diferencias se revelan inmediatamente no sólo en términos de costes humanos, degradación moral y destrucción de recursos, sino –y de ahí todas las otras diferencias- en términos de modelo.
La diferencia entre el modelo cubano y el modelo capitalista es la que existe entre un pequeño fracaso y un gran éxito. La revolución cubana quiere solucionar los problemas de vivienda de sus ciudadanos y no puede por falta de recursos; la revolución cubana quiere aprovechar al máximo, en beneficio de todos, el caudal formativo de sus ciudadanos y no puede por falta de recursos; la revolución cubana, consciente de lo que se juega, quiere acabar con la corrupción y no puede por una combinación de decisión humana y falta de recursos. Por su parte el capitalismo quiere que los jóvenes no tengan vivienda y que al mismo tiempo se construyan más y más casas y lo consigue; quiere que sus jóvenes universitarios trabajen en Telefónica o en el Burger King por una miseria y lo consigue; quiere que Enron deje sin luz la India y los EEUU y lo consigue; quiere que no se cure la malaria, que se derritan los polos, que se extingan 1.200 especies de aves y lo consigue; quiere que los africanos se mueran de hambre y lo consigue; quiere que los iraquíes giman, que los bolivianos no beban, que las senegalesas se prostituyan y lo consigue. El capitalismo, sí, al contrario que la revolución cubana, ha triunfado y triunfa totalmente.
Pero entre el pequeño fracaso corregible de la revolución cubana y el gran éxito incorregible del capitalismo, la política, la moral, la poesía –todo eso que Martí resumía en la palabra “decoro”- no dudan en señalarnos de qué lado debe estar nuestra elección.
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