Los resultados de las elecciones del 4 de diciembre ratifican lo que habíamos anunciado, una nueva masacre electoral en la oposición. Pero el nuevo escenario teñido de rojo no significa en modo alguno un gobierno sin oposición, pues existe y hay que admitirlo, el descontento de algunos sectores por algunas candidaturas victoriosas a las que no consideran nada revolucionarias, pues su credibilidad sigue dependiendo del pronunciamiento del presidente Hugo Chávez. Sin embargo, ello no desmerita su victoria, pues quienes manifiestan su descontento han sido incapaces de aplicar modelos de organización partidista que garanticen una justa definición de candidaturas. Y es que ser diputado es sumamente fácil.
Como era de esperarse, los medios no se afincaron en la matriz de opinión en contra del Consejo Nacional Electoral, a pesar de sus constantes agresiones verbales. La estrategia de desacreditar el ente electoral para desconocer a los nuevos parlamentarios y en consecuencia el gobierno del presidente Chávez y de esta manera crear las condiciones adversas en las elecciones presidenciales del próximo año, resultó un estruendoso fracaso. En parte porque la estrategia fue diseñada en un país que no nos conoce, en un gobierno foráneo abandonado a su suerte por el sistema que decide los hombres que ocuparán la Casa Blanca. Segundo, porque las organizaciones políticas de oposición son productos de mercado parásitos de los medios, que por serlo no se corresponden con la realidad política y social venezolana. No hay mensaje, no hay proyectos, no hay liderazgos, no hay propuestas, no hay capacidad de crítica, no hay coherencia, en definitiva, es sólo una mentira mediática, cuyos voceros tropiezan por todos lados como los bachacos sin antena. Una frase obvia y hasta cierto punto demagógica, ¡necesitamos una nueva oposición!, cuando lo que necesitamos son más ideas y voluntad para ejecutarlas en beneficio de las mayorías y no de un pequeño grupo. Resulta más patético escuchar al típico guapetón de radio vociferando con espuma en la boca contra el CNE, como si no fuese obvio el final de la comedia de la oposición.
Pero la comedia de la oposición no es la única que deja de ser graciosa, pues también comienza a cansar en la militancia revolucionaria el personaje que mucho grita y poco hace, el que a punta de denuncias quiere ser reconocido como el más revolucionario, pero no le gusta trabajar. La gente comienza a fastidiarse del revolucionario que ocupa un cargo sin merecerlo, del que para defender su ineficacia exige el “chavemometro” y así mantenerse en el puesto. Los revolucionarios se cansan del imbécil cuyas ideas requieren de una mínima parte del cerebro. Se asquean del revolucionario que está pendiente de lo malo que hacen los demás, como si esa práctica voyeurista los convierte en jueces sabios de la revolución. Sobra el revolucionario que no reconoce sus errores y asume su responsabilidad. Estas cosas suceden dentro de la revolución y es normal que así sea, ya que se trata de un proceso. Por eso la nueva oposición está dentro de nosotros mismos, en el valor de elegir si somos útiles y solidarios. ¡El mundo está desquiciado! ¡Vaya faena, haber nacido yo para tener que arreglarlo!, es una queja de Hamlet que muchos comparten, y se preguntan ¿por qué optar por hacer política e intervenir en los asuntos colectivos con voluntad de transformación social?. Porque la sociedad no es el decorado irremediable de nuestras vidas, sino un drama en el que podemos ser protagonistas y no sólo comparsas, ciudadanos y no bachacos sin antena.