La patria es el pedazo de tierra donde nacimos, echamos raíces y sembramos afectos, y a la que nos vinculamos por razones culturales y emocionales. Por eso a la república se le defiende, a la nación se le protege pero a la patria se le ama. Nada más sublime que querer, así como a la madre que nos dio la vida, al suelo por donde divagan nuestros sueños.
Pero en este país de pasiones desbordadas, de extremismos hasta ahora inconcebibles entre ciudadanos que se ufanan siempre de tener el monopolio de la razón, no ha habido palabra más manoseada, más ultrajada, más groseramente manipulada, que patria.
Transcurría el año 2000 cuando escuchamos por primera vez a Chávez entonar una canción que hasta entonces desconocíamos. A pesar de lo desafinado que nos sonó en su momento, esa música y esa letra en particular nos emocionó hasta lo más profundo. “Venezuela” fueron las notas que tartamudeamos en familia, junto al Himno Nacional, cuando cayeron los últimos segundos de aquel fatídico año 2002. Desde entonces, cada vez que la repetimos, un silencio reverencial con un dejo de tristeza siempre nos conmociona. El Presidente, que sabía el destino fatal que le esperaba, la volvió a cantar en aquel inolvidable mitin de cierre de campaña, el 4 de octubre de 2012. Las gotas de lluvia que mojaron su rostro no impidieron ver las lágrimas que corrían por él. Era la patria tocando su corazón y el de millones de venezolanos.
Ahora escuchamos, en voces muy cercanas en lo afectivo pero muy lejanas en lo ideológico, el altisonante estribillo de que hay que luchar contra este chavismo “que está destruyendo la patria que amamos”. Nunca esta escribidora había oído en una misma frase la palabra destrucción y patria juntas, por lo que el impacto de la afirmación es mayor. Las últimas palabras del hombre que nos cambió la vida fueron justamente lo contrario, la afirmación de lo que hoy se quiere negar y que se repite de boca en boca con un convencimiento tal que ya no nos queda duda de que vivimos en realidades diferentes, paralelas, difíciles de reencontrarse. Duele mucho, no tanto por la cantidad de la distancia interpuesta, sino por el doloroso abismo afectivo, que cada día pareciera más y más ancho.