Bolívar se acercaba a la muerte con entereza resignación desesperada:
ansiaba saldar tantas cosas antes de irse... Estaba familiarizado, desde
hacía mucho tiempo con la nada. Vagaba como un sonámbulo en medio de los
trastos de una casa abandonada: todo a su alrededor le parecía
infinitamente alejado de la vida. Cualquier deseo de sus paisanos,
cualquier aspiración humana, estaba impregnados de algo rancio y vacuo;
entre los más íntimos y queridos creía ver el doble fondo de la traición y
la perfidia. Cada día había la nueva revelación de una ingratitud. Ayer
habían sido Páez, Santander, Padilla, Córdoba; ahora Caicedo, Joaquín
Mosquera; hasta el propio Urdaneta se mostraba voluble.
Qué diferente del joven audaz con la espada en la mano. Toda su visión del
mundo vista ahora desde el pináculo de la despedida. A través del horror
de la guerra ha terminado por concebir ideas místicas comparables a las de
un Tolstoi o Dostoyevski. Abrirse paso a fuego y sangre en un oficio de
muerte de casi veinte años, vivir en medio del odio, del crimen y del
poder, lo lanza a la resignación filosófica o religiosa, lo hace un
incurable del martirio, de la soledad.
Tolstoi vive el espanto de una conmoción que se avecina: el desastre de la
desintegración total de la santa Rusia. Esa desintegración la ve en cada
hombre en particular; en los disolutos ateos, en los rabiosos anarquistas,
en los políticos inescrupulosos y en la podrida corte de los zares. Al
igual que en Rusia, nuestros liberales hablan del asesinato como un acto
necesario y vital para transformar positivamente a la sociedad. ¿Qué
diferencia puede haber entre los hombres siniestros que en nombre de una
obsesiva libertad planean el asesinato de Chátov -en Los endemoniados de
Dostoyevski- y los sórdidos "liberales" de Bogotá que salen a emboscar al
Mariscal de Ayacucho porque los llamados libertadores se han convertido
según ellos en siniestros tiranos y déspotas?
Aunque no hay punto de comparación cultural entre uno y otro pueblo, los
métodos para llevar a cabo la destrucción tienen una espantosa similitud.
Muchos de los "revolucionarios" de una parte y otra son vulgares asesinos
que por casualidad se han hecho terroristas; tienen el consentimiento de
algunos guías para poner en efecto sus tenebrosas habilidades. Recuérdese
a Pedro Carujo con el puñal en la mano, orgulloso de atentar contra el
Libertador en 1828, y más tarde gritar al presidente Vargas que el mundo
es del hombre valiente, no del inteligente; recuérdese al Congreso de la
Nueva Granada-en el año de 1832- cuando declara al asesinato de Sucre
olvidado, “un simple delito político sobre el que no se debe insistir
más”. Este medio conforma un infierno especial para afrontar la muerte.
Ante este prodigio de desdichas Bolívar llega a decir que hay cierto
egoísmo en la pena del que sufre la muerte de un ser querido. El egoísmo
de que tal vez no nos siga acompañando en el horrendo calvario de las
injusticias humanas. Sin duda que se requiere más valentía para vivir que
para matarse.
Bolívar había asumido siempre la muerte como la última posibilidad de
reafirmar su hombría; un recurso más para desconcertar al enemigo; otro
privilegio de su turbulenta y creativa naturaleza. Además, estuvo
persuadido desde joven que, como llevaba una vida arriesgada en las
grandes alturas del pensamiento, no podía tener una muerte vulgar ni
terrestre, y que vivo o muerto perduraría para la eternidad.
“Los que nos quedamos vivos -le escribe Bolívar a Joaquín Mosquera el 3 de
septiembre de 1829- sentimos a los que se van, aunque sabemos que la vida
es un mal... el dolor ante la muerte es el efecto maquinal de nuestro
instinto, mas la razón me dice que me alegre ante ella, porque la muerte
es la cura de nuestros dolores”.
Antes de llegar a la muerte deberíamos quemar todas las posibilidades;
penetrar en las raíces más bajas y sublimes. Calar hondo en cada una de
las responsabilidades asumidas, para que a la final sintamos desdén,
desgano, por hacer otra vez el mismo recorrido, precisamente por haber
sido este fastuoso, copioso, vital. El hombre de genio es quien dice: “No,
gracias”, si al final de su vida se le ofreciese otra vez recomenzar.
En realidad no sabemos para qué nacemos, ni cuál es el sentido ni el
propósito de esta larga, dolorosa o extraordinaria marcha hacia la nada.
Algún escéptico inteligente podría decir sólo que nacemos para morir,
aunque para morir -de tal modo que en la muerte encontremos la última
posibilidad de ser hombres- se requiere de una osadía cruda y suicida, una
desesperanza absoluta sin miedo y sin ilusión. ¿No es acaso vivir fiel a
uno mismo una actitud de frecuente desafío a la vida?
Acercarnos a la muerte requiere, ante todo, familiarizarnos con el
silencio, con la soledad; aislado; contemplarnos en una situación de
completa desnudez moral; ver en nuestro cuerpo temporal el cuerpo de otros
millones de seres fugaces (¿qué fue de tanto galán, que fue de tanta
invención como trajeron?) que expiraron sin dejar nada tras de sí;
convencerse de que nuestras ambiciones, tormentos, esperanzas y locuras
apenas cierran un minúsculo círculo de la nada en el ritmo descomunal y
vasto del universo.
La soledad nos disciplina para palpar esa posibilidad de fundirnos de una
vez con lo absoluto y lo eterno. Después de los 35 años el hombre todo ha
concluido y revisitado: el resto es una repetición devaluada, más o menos
rancia, más o menos tenue y vaga, más o menos triste de lo ya conocido.
Nacemos solos, así marchamos y así moriremos. Es la norma, la ley
intransferible e inevitable. Debemos acercarnos a esta soledad sin
cortapisas y decididamente. Procurar esa madurez angustiosa y convertirla
en el camino natural que nos familiariza con el adiós de cuanto nos rodea,
y por eso, digo, después de los treinta y cinco -si no mucho antes- la
angustia se nos convierte en el estado natural del hombre. Ese estado
dominaba a Bolívar desde la muerte de su esposa.
En cierta vez pregunté a una hermana mía -quien, por un extraño mal que
sufría, palpaba de cerca su fin-:¿Crees que afrontar la muerte también
exige que abandonemos hasta nuestros más íntimos y queridos amigos? A lo
que respondió: Para la muerte hasta la amistad es un peso que no te deja
ver claro. Ver claro es lo que queremos, aunque sea en el último minuto de
nuestra existencia. Ante tu insignificancia no querrás enredarte en las
palabras o en las ideas porque ya todo es inútil; querrás finalmente ser
tú mismo en tus pensamientos, en tus actos; estarás enteramente solo, y
sólo contigo hablarás, consultarás resignado la extensión del silencio y
la oscuridad eterna que nos espera... si has cumplido con tu deber, se
siente la gracia de un consuelo en el morir..
La soledad es la última realidad y el destino común supremo. Nadie sabe lo
que le espera con ese final. Si es que le espera algo. Y me hizo esta
pregunta: ¿No te has dado cuenta de que las personas se ofenden en secreto
cuando se las ayuda, cuando se les da algo? Eso se debe al misterioso
pudor que reclama nuestra soledad. Es decir, el hombre debería hacerlo
todo sin ninguna clase de ayuda. Hermano, la muerte requiere de la más
absoluta individualidad. Sólo tú sabrás como te entregarás a ella...
En aquellos días estuve dedicado a estudiar la vida del Libertador; sobre
todo sus últimos días, y mientras mi hermana hablaba, pensaba yo en la
pasmosa soledad de ese recorrido infernal de Bogotá a Santa Marta.
¿Y cuál es esa soledad? ¿Por qué la soledad es el último peldaño antes de
irnos al diablo? Recuerdo que hice a mi hermana, otras preguntas al
respecto y sólo saqué en claro que esa soledad representaba a Dios, la
unidad, la integridad de nuestras vidas en un estado independiente del
tiempo y del espacio. Como el tránsito del caos a la integración, o
nuestra desintegración definitiva al caos.
Prefiero una derrota a una capitulación.
Bolívar.
Buscaba Bolívar, pues, una isla" para saldar sus remordimientos y
tristezas y estaba ya en la costa. Tolstoi desesperado sale hacia una
estación de trenes obsesionado con la futilidad de su presencia en esa
Rusia que le ahoga, que le martiriza. Huir hasta el propio vagar sobre la
tierra, el odioso ser y sentir, pensar. Sólo ansía compenetrarse con la
oscuridad eterna Esa, su impaciencia sin cura y sin salida; pero debe
esperar resignadamente que le llegue el último día. Bolívar también huye.
Después de renunciar a la presidencia de Bogotá, siente un abismo sin
sostén ni justificación alguna con lo viviente: No sé a dónde iré -dice en
una carta a Gabriel Camacho el 11 de mayo de 1830-; . . . no me iré
todavía a Europa hasta no saber en qué para mi pleito, y quizás me iré a
Curazao a esperar el resultado, y si no a Jamaica; pues estoy decidido a
salir de Colombia, sea lo que fuere en adelante. También estoy decidido a
no volver más, ni a servir otra vez a mis ingratos compatriotas. La
desesperación sola puede hacerme variar de resolución.
La confusión, la duda, la esterilidad de todo esfuerzo,. Huyendo de
Bogotá, va en busca de algo que él no sabe. Tal vez sea Dios; a falta de
todo, Dios, el divino consuelo. Recuérdese aquella caminata que hace con
Joaquín Posada Gutiérrez, se queda meditabundo viendo las hermosas
extensiones de aquellos paisajes alrededor del río, y dominado por el
trance vecino de la disolución exclama: “¡Qué grandeza, que magnificencia!
Dios se ve, se siente, se palpa. ¿Cómo puede haber hombres que lo
nieguen?”
Y Tolstoi mientras huye con su hija Alejandra va diciendo cosas parecidas:
“Esta vida no es sino un proceso por el cual el alma se libera de las
insidiosas ilusiones del yo. Nuestra lucha interior es el camino hacia la
libertad, y podemos regocijarnos de que la vida consista en ese proceso de
liberación. No, hija querida, nunca consideres a la soledad como una
carga. Te llevo en esta huida, en este camino doloroso pero no olvides que
cuanto más lejos estemos de los hombres, más próximos estaremos de la
comunión con Dios...”
Bolívar había dicho poco después de 1826 cuando había culminado ya su
magna obra, que como la muerte no acababa por llevárselo, debía
apresurarse a esconder la cabeza entre las tinieblas del olvido y del
silencio antes que el granizo de rayos que el cielo hacía vibrar sobre la
tierra lo tocara convirtiéndolo en polvo, en ceniza, en nada. Sería
demencia de mi parte - añadía- mirar la tempestad y no guarecerme de ella.
Bonaparte, Castelreagh, Nápoles. Piamonte, Portugal, España, Morillo,
Ballesteros, Iturbide, San Martín, O Hi ggins, Riva Agüero y Francia, en
fin, todo cae derribado, o por la infamia o el infortunio; ¿y yo de pie?,
no puede ser, debo caer.
Y es cuanto trata de hacer en 1830, guarecerse de la destrucción
inevitable que se avecina.
Por otra parte, los políticos de partido desean su muerte porque Bolívar
les agua la fiesta. “Hay que joder a ese viejo que se interpone en todo”.
Así al menos se expresaron algunos de los que conspiraron en su contra en
el fétido atentado del 25 de septiembre. Ese estilo fecal de la carroña
liberal que se fue acrecentando hasta concebir como única salida para sus
fines funestos, el terrible magnicidio. Cosas más o menos parecidas le
pasan a Tolstoi poco antes de su penosa huida. Va por un camino a caballo,
recorriendo sus propiedades de Yasnaya Poliana y alcanza a una carreta
llena de labriegos. Le miran de arriba a abajo y el carretero frunciendo
el ceño y escupiendo, le sale al frente y le dice: ¿Todavía estás vivo,
viejo cerdo? ¿No te quiere el demonio? Debiste morir hace tiempo ya. Has
vivido demasiado. ¡Miren qué caballo viejo y sarnoso!...
Tolstoi asombrado responde: ¿Qué quiere decir usted? Soy Tolstoi, de
Yasnaya Poliana. El viejo se da un golpe en la pierna, da media vuelta y
agrega: Te conocemos bastante bien, viejo chupa sangre. Deberías irte con…
Los dos - Bolívar y Tolstoi- en aquellas circunstancias tienen dudas
similares: N ecesito ser liberado de las admiraciones y loas de los
hombres y vivir sólo para mi alma. . . Las dudas se acumulan en mi mente
de si no seria mejor que me fuese, que desapareciera. Trato de no hacerlo
así porque no sería únicamente sino para mi propio bien, para escapar de
una vida emponzoñada por todos lados. Creo, sin embargo, que es necesario
para mi soportar esta vida.
Bolívar deja a Bogotá y ha emprendido el largo camino que lo llevará a la
costa. Va diciendo de sus conciudadanos: Todo el mundo cae en un frenesí
de devorarse como antropófagos. Lee los periódicos donde se le denigra y
de vez en cuando consulta la lista de los diputados de Cartagena, Santa
Marta, Mompox, Pamplona, Barinas, Mérida y Maracaibo. De ellos había
dicho, un año antes, que eran más o menos respetables; la nueva situación
los ha hecho cambiar bastante. ¿Y cómo no van a cambiar, si son
politiqueros a la expectativa sólo de sus intereses personales? Los más
viles hacen público no sólo el deseo de que a Bolívar se le despoje de
todo, dejándole morir como a un perro sarnoso, sino que buscan inspirar en
el pueblo un odio desmedido para que lo vejen, lo insulten y se haga con
él lo que ya se tiene decidido para con el Mariscal Sucre, su hijo. El
gobernador de Maracaibo -por ejemplo-, Juan Antonio Gómez, pide
constantemente informes de los pasos de Bolívar, de su salud; quiere hacer
un carnaval el día de su muerte.
En las cartas de sus últimos meses se siente en Bolívar la misma ansiedad
que en Tolstoi ante las revelaciones de la muerte: En la revolución, tan
infausta es la derrota como la victoria; siempre hemos de derramar
lágrimas sobre nuestra suerte: los españoles se acabaron bien pronto; pero
nosotros, ¿cuándo?. . . Consolémonos con que, por triste que sea nuestra
suerte, siempre será más alegre que nuestra vida.
Toistol salía huyendo de su casa, por el histerismo de su mujer y los
actos criminales del gobierno zarista. Algo parecido había sacado a
Bolívar de Bogotá: la intriga, el egoísmo, las infamias de los partidos.
Todo eso conformaba una situación tan irritante como la de soportar una
mujer histérica, vieja y celosa.
Bolívar había vacilado mucho tiempo para emprender su huida; lo mismo le
pasaba a Tolstoi. Bolívar no quería abandonar a la Gran Colombia, donde se
resumía toda su obra, sus sueños de independencia. Sucre le había dicho
una vez: La creación de Colombia sólo U. la completa. Este es el tesoro
que U. debe guardar como un rico avaro, y es posible que lo roben al menor
descuido.
En Yasnaya Poliana se concentraba para Tolstoi todo su pasado familiar,
sus mejores recuerdos y también la esencia moral de la vieja Rusia, su
tradición religiosa. . . Allí concibió las bases del famoso programa
político de la no violencia, el que Gandhi llevará a cabo más tarde en la
India, con el nombre de Satyagraha.
Pero la condesa Sofía, su mujer, se oponía furiosamente a la filosofía
humanista de Tolstoi. Le amenazaba con suicidarse, gritaba en medio de las
reuniones intelectuales en su casa, diciendo que quería verse libre de los
ladrones que rodeaban a su esposo, e incluso de Tolstoi mismo. En aquellos
tiempos, quienes visitaban al escritor experimentaban en presencia de
Sofía un constante sentimiento de vergüenza. Tolstoi, quien prefería
callar y ver a los lados con sus ojos pequeños de fiera atormentada, solía
decir que Dios castiga al que ama. Escribía en su diario: Si esta mujer
comprendiera cómo ella sola emponzoña las últimas horas, días y meses de
mi vida. No sé cómo decírselo y no tengo esperanza alguna de que cualquier
cosa que le diga pueda ejercer el más ligero efecto sobre ella.
Exactamente le pasaba a Bolívar con los pleitos de partidos. ¿Recuerdan
ustedes cómo, desde su lecho de muerte, trata de reconciliar a Fernández
con Murgueza, a Briceño(1) con Urdaneta, etc.? Cordura y entendimiento les
pide a Mosquera y Vergara, tacto y moderación a Montilla. Era un estado
similar de angustia y depresión moral. Escribe al general Montilla e1 27
de octubre de 1830: Estoy desesperado con los hombres y con las cosas y
mucho más al ver el empeño que hay en que yo haga lo que no puedo y lo que
no podría el más grande de los hombres: la restauración de Colombia. A
sólo diez días de su muerte increpa duramente al general Urdaneta: Debo
confesar que la última que he recibido con fecha del 21 del pasado me ha
causado bastante disgusto: las diferencias entre Ud. y Briceño, pueden ser
causa de muchos males... Las reflexiones de Ud. me han sido muy sensibles
y no puedo figurarme con qué objeto han sido dirigidas. . . Si las
diferencias entre Ud. y Briceño aparecen bajo otro aspecto y no como
resentimientos personales, no alcanzo a comprender por qué Ud. me hace
indicaciones tan extrañas a la amistad que lisonjeo existe entre nosotros.
Pero no hablaré más de un negocio desagradable, que yo espero en adelante
que cese de ser una nueva tea de discordia.
Y una de las cartas más dolorosas, la última que escribió, a menos de una
semana de su muerte, dice a Justo Briceño: En los últimos momentos de mi
vida, le escribo ésta para rogarle, como la única prueba que resta por
darme de su afecto y consideración, que se reconcilie de buena fe con el
general Urdaneta y que se reúna en torno del actual gobierno para
sostenerlo. Mi corazón, mi querido general, me asegura que Ud. no me
negará este último homenaje a la amistad y al deber. Es sólo con el
sacrificio de sofocar sentimientos personales que se podrán salvar
nuestros amigos y Colombia misma de los horrores y de la anarquía. . .
Reciba, mi general, el último adiós y el corazón de su amigo.
¡Ah, Colombia, su sueño, su viejo amigo no había correspondido a la
grandeza del Libertador! El había sacado del barro a sus hombres, y una
vez levantados, sacudidos, echados a andar, no pudieron estar a su altura.
En esa fantasía tuvo sus mayores delirios, la gloria, y también los peores
dolores, la más triste y amarga decepción. Colombia fue una estrella cuyo
brillo se alzaba más allá del Atlántico, más allá del Pacífico; pero fue
un brillo pasajero, que encandiló su mente y lo dejó vagando ciego entre
monumentos caídos, deshechos. Cansado e impotente para restaurar tanta
perdición, Bolívar ya no quería huir de Colombia sino de si mismo. Si
Colombia no estaba a la altura del reformador, no podía haber entonces ni
mando ni identidad de almas; era vano hablar, pretender enseñar y
gobernar. Colombia merecía un criminal como Obando o un ambiguo como
Santander; pero jamás a Bolívar.
Fue así como Bolívar comprendió que en el mundo sólo Dios le quedaba. Ese
Ser que es lo único que nos queda en el aislamiento absoluto, en el
silencio total. Se acercaba a El en el mismo estado religioso,
profundamente pacífico y de comprensión con que Tolstoi había predicado su
filosofía moral. Ambos convergían desde caminos completamente diferentes a
la filosofía de la no violencia, única arma que verdaderamente cambia a
los hombres. Fue una profunda realidad la que lo sobrecogió en sus últimos
meses de vida, y que en un nuevo estado semejante al del pacifista Gandhi,
le llevó a decir a su amigo Turner: Créame usted que nunca he visto con
buenos ojos las insurrecciones; y últimamente he deplorado hasta la que
hemos hecho contra los españoles.
Por caminos bien distintos ambos genios llegaron a la conclusión de que ni
la literatura ni la violencia política transformaban a los hombres.
Alguien podía preguntarse cómo Bolívar iba a denigrar de la guerra y de la
violencia cuando su propia grandeza y gloria surgió de las batallas.
Para Tolstoi, su lucha estaba en el arte, ¿y no llegó a denigrar de la
literatura? En los últimos años de su vida, los dos pensadores coincidían
en que la verdadera libertad la posee el hombre elemental, desnudo de toda
máscara, de toda pose o uniforme intelectual. Bolívar dice: El talento sin
probidad es un azote. Por su parte Tolstoi exclama:
La conciencia es el mayor de los males que azotan a la humanidad; en otra
oportunidad:
Una inteligencia muy grande es odiosa.
El Libertador se quejaba frecuentemente de su oficio de muerte; Tolstoi
dice que había sufrido mucho la tentación y el pecado de escribir.
Al igual que Tolstoi, ya Bolívar no tiene mucha fe en que la gente
comprenda su actitud ante la vida. Tolstoi ha provocado una conmoción
religiosa en el mundo; pero no espera que de ella se obtenga un bien
eficaz para la humanidad. Sabe que la mayor parte de esas entusiastas
identificaciones no provienen de la ardua experiencia de la vida; que
están sólo en la corteza fantasiosa de la masa. El mismo Tolstoi está
avergonzado del amor que le profesan, porque su casa le parece la misma
representación del más bajo escándalo. Sofía, su mujer, discrepa de su
desprendimiento, lo cela de cuantos lo admiran y le quieren. Sus celos son
pugnaces, demenciales. Me siento enfermo para siempre -escribía Tolstoi en
su diario-... Por el momento, todo lo que deseo es retirarme y no tomar
parte en nada. Por otra parte, ya he pensado en irme. Dudo que mi
presencia aquí sirva de algo a alguien. Un duro sacrificio, perjudicial
para todos. Ayúdame, Dios. Enséñame. Sólo deseo una cosa: hacer tu
voluntad y no la mía...
El itinerario amargo de Bolívar desde Bogotá hasta Santa Marta es conocido
por todos. No nos detendremos en aquellos días lentos de su patética
desesperanza, porque no está a nuestro alcance llegar hasta su dolor.
Trataremos de acercarnos desde otro ángulo: el del perfil mudo de su
martirio acosado por la intriga, la ingratitud y el escándalo, los tres
colores del emblema nacional. Un acuerdo colectivo se apodera de los
cuatro costados de la moribunda Colombia. ¡Qué se lo lleve al diablo! es
el diario sonsonete que flagela la caravana que huye y lleva el cuerpo
destrozado del Libertador.
El mundo continúa su curso indiferente, indolente ante la caída inevitable
de aquel hombre que había deshecho su vida por libertar cinco naciones.
Pasa por pueblos desolados sopesando lo estéril de su grandeza, de su
pasado, y viendo en todo lo que llama su atención la presencia de la
Fuerza inefable y oscura que en pocos días lo borrará de la tierra. Al
lado de un riachuelo se detiene para contemplarse a sí mismo en el espejo
de la nada: ¿Cuánto tiempo -dice- tardará esta agua en confundirse con la
del inmenso océano, como se confunde el hombre en la podredumbre del
sepulcro con la tierra de donde salió? Una gran parte se evapora y se
utiliza como la gloria humana, como la fama...
Pero como la gloria no es para los seres terrestres y hay que disfrutarla
en las alturas, allí uno está solo y siempre expuesto a la maldición de
las masas y de los seres inferiores -que por desgracia son siempre
mayoría.
Ha sacudido Bolívar a un continente esclavo, insolente y dormido, y lo que
ha hecho es erizar una banda de tiranos sin escrúpulos, sin ideas, sin
orden ni fe en nada. ¿De qué le ha valido ser el hombre más asombroso de
la América del sur, como una vez dijera San Martín? Sobre el amarillo de
la polvareda salvaje va recordando las palabras de Sucre: La muerte es un
dulce término si Colombia es desgraciada.
El Bergantín Manuel, que traía al Libertador de Sabanilla, ha llegado a
Santa Marta en la noche del miércoles l° de diciembre de 1830. Está muy
mal Bolívar, los amigos que le rodean descubren en sí mismos cierta
vergüenza, un ahogo lacerante, un silencio sobrenatural. Bolívar está
hecho un cadáver, lívido, descarnado. En el horizonte no hay más que la
muerte, y las miradas están empapadas de muerte. No hay por lo tanto
aproximación vital entre él y las sombras frágiles de sonrisas vagas, que
le saludan. Jamás Bolívar ha sentido tan lejanos a los hombres. Tan
infinitamente lejanos. Está al borde del mundo invertido de la
imperfección: allí donde no habrá aire, ni fatigas, ni luchas espléndidas
o sagradas, ni hombres, ni envidia, ni sol. Así como siempre cumplió con
su deber mientras fue fuerte, vigoroso, sonreía ahora indiferentemente
viendo que también estaba preparado para cumplir con su final: Encomiendo
mi alma a Dios-dirá en su testamento-, nuestro Señor, que de nada Ja creó,
y el cuerpo a Ja tierra de que fue formado...
El viernes, diez de diciembre, los amigos del Libertador saben que puede
morir de un momento a otro. Comienza entonces cierta movilización para
organizar los funerales. Había dicho Bolívar en su testamento que dejaba a
disposición de las albaceas mi funeral y entierro y el pago de las mandas
que sean necesarias para obras pías, y estén prevenidas por el gobierno.
Pero cuando se dirigen al gobierno para conseguir las tablas y los clavos
para la urna, las autoridades se niegan a darlos; según ellos eran órdenes
superiores. Perplejos preguntan los amigos del Libertador: ¿ Y hasta
cuándo son esas órdenes, señor?
-A mí no me pregunten, yo aquí soy sólo un subalterno.
Don Evaristo Uzuela, noble samario, se adelanta y dice:
-¿Pero no sabe Ud. que si no fuera por Bolívar, no estaría investido de
autoridad alguna en Colombia?
-Al menos podría hacernos un préstamo
- señaló don Pedro Díaz Granados-; sabe usted que el Libertador tiene unas
minas en Venezuela.
El oficinista repitió lo de las órdenes recibidas: que no podía entregar
dinero para el Libertador ni vivo ni muerto. Ordenes eran órdenes, y
excusándose dijo que estaba ocupado.
Entre aquella comitiva que recolectaba para la urna se encontraban también
los señores José Manuel Valdés, José Jimeno y José Carreño. Se preguntaban
estos generosos señores ¿Qué hacer? Pedir ayuda a Venezuela no podían,
porque Páez había proscrito al Libertador, y además, a aquellas alturas de
un mal tan avanzado no había esperanza alguna de que nada llegara a
tiempo.
Iban por las calles nuestros amigos, acosados de un raro malestar y de una
fatiga preocupante. A pocas cuadras se toparon con el coronel Joaquín
Mier, quien se les apareció como un milagro. Al contarle lo infructuoso de
las gestiones Mier aconsejó visitaran la cárcel de Santa Marta. Allí
podían encontrar ayuda.
- ¿La cárcel? -preguntó don José Carreño-.
-El alguacil allí -recordó Jimeno- es gran admirador de Bolívar.
Bromas horrendas tiene a veces la fatalidad. Un muerto es siempre
respetable, porque al menos ha entrado en el misterio que todos
afrontamos, contra el que luchamos desde nuestro nacimiento; estado
absolutamente irracional que llama a la meditación, a la piedad, al amor.
Ante el acto de la muerte no tienen sentido los odios, las pasiones, la
venganza. Es el momento supremo en que la nada se anticipa a toda
plegaria, a toda reflexión filosófica o religiosa. Y por respeto a ese
misterio infinito iban aquellos patriotas camino a la cárcel. El hecho
material de poder conseguir unas diez tablas, tachuelas negras o doradas,
era en sí una necesidad, un deber legítimo del hombre, un instante de
sagrada comunión con el silencio, la oscuridad absoluta.
Por otro lado Bolívar había pedido en su testamento que sus restos fueran
llevados a la ciudad de Caracas, su ciudad natal. Aquello era mucho más
difícil. Los amigos de Bolívar pensaban que con la muerte se podía
conseguir alguna forma de conciliación con Páez; tal vez se apiadara un
poco del cuerpo ya inerme del infatigable luchador y permitiría que se
cumplieran los deseos de aquel testamento. Ilusión vana, como veremos más
tarde. Páez no quería a aquel muerto ni en broma, ni siquiera en pintura.
Iba aquel grupo de amigos silenciosos, pensando tal vez en todo menos en
ellos mismos. Unidos por un hombre que habían conocido y admirado y cuyas
glorias tenían un peso y una proyección simultánea y permanente en todos
los colombianos. (¿No es acaso este simple estudio del Libertador un
ejemplo presente del dolor de Bolívar?).
Sí, las tablas y los clavos dorados y las cabuyas eran necesarios para
cerrar con una costumbre de siglos la simple trayectoria de un hombre.
Aquellos amigos iban dominados por esa realidad sobrenatural, que al igual
que la belleza, la verdad o el amor está más allá de toda razón posible.
Inverosímiles y grotescos eran los movimientos que hacían nuestros amigos
para organizar los funerales de Bolívar; pero así es la vida. Tal vez la
prolongación de la vida de algún preso moribundo facilitaría el cajón.
El alguacil, generoso, ofreció toda su ayuda; pero no era suficiente para
cubrir ni siquiera la tercera parte de los gastos. Eran nobles de corazón
aquellos hombres, y aunque no querían acto pomposo, al menos una ceremonia
sencilla y decente.
Como último medio para asegurarse de que no faltara al menos la urna, se
hizo una colecta. Se conoce una lista fechada el 12 de diciembre que puede
verse en el libro de Gabriel Pineda Bolívar frente a la muerte, que nos
habla de pequeñas contribuciones, hechas en pesos sencillos que se
componía de ocho reales.
Una tal María Telésfora Romero, vendió al señor Diego Sojo media docena de
tablas por siete pesos y que se utilizarían para el ataúd. El mismo Sojo
compró a Narciso Góngora 525 clavos por 2,05 pesos, 600 tachuelas por 1,04
pesos, 50 de las doradas por 1,02, hilo de carreto, hilo negro, 4 cabuyas,
etc.
Ya para el 14 de diciembre la urna estaba casi lista; restaba saber dónde
se enterraría. Aquí se inicia otra serie de consultas, hasta que
finalmente los Díaz Granados -que también habían contribuido para hacer la
urna- ofrecen un sepulcro, propiedad de la familia, ubicado al pie del
altar de San José, en la catedral de Santa Marta.
Finalmente, el 17 de diciembre, a la una de la tarde, muere el Libertador.
El reducido grupo de amigos de Bolívar consiguió entre los vecinos una
camisa limpia para sepultarlo decentemente. Aquella muerte, al mismo
tiempo, iba a traer muchas alegrías secretas, algunas tal vez sañas, otras
viles, que no pudiendo contenerse iban a estallar en las grotescas
revelaciones de un tipo americano pérfido, infernal, común denominador de
los grupos partidistas. El 21 de enero llega a Maracaibo la noticia, y el
gobernador Gómez, no pudiendo contener su contento, corre a dar la b u e n
a nueva a su gobierno: Todos los informes y todas las noticias están
acordes; me apresuro a participar al gobierno la nueva de este gran
acontecimiento, que seguro ha de producir innumerables bienes a la causa
de la libertad y felicidad del país: Bolívar , el genio del mal, la
torcida de la discordia o, por mejor decir, el opresor de su patria, ha
dejado de existir y de promover males, que sin cesar llovían sobre sus
compatriotas... Su muerte que en otras circunstancias, hubiera sido un día
de duelo para los colombianos y les hubiera impresionado dolorosamente,
hoy es motivo poderoso de regocijo, porque viene a constituir la paz y la
tranquilidad de todos... Me congratulo con Usía por tan plausible noticia.
. .
En el sepulcro, propiedad de Díaz Granado, fue enterrado el Libertador, el
día lunes 20 de diciembre. No se puso ninguna lápida en la tumba sino
meses más tarde. Después el capitán Joaquín Anastasio Márquez donó una
lápida que hizo tallar e inscribir en los Estados Unidos; pero para
entonces, ¿se encontraban los restos en la bóveda de los Díaz Granado?
Misterios. ¿No era acaso el cuerpo muerto de Bolívar como el de cualquier
otro muerto: polvo, cenizas, barro? Es posible, seguramente no hay ninguna
diferencia; pero. . . ¿quién ordenó el traslado? Se dice que Manuel
Bizais, aunque en esto hay también dudas. Pero la naturaleza, que nunca se
equivoca, se adelanta a las hipocresías, y en 1834 un terremoto sacude a
Santa Marta y destruye parte de la nave de la catedral. Al parecer se hacen nuevos cambios de cadáveres y sigue uña serie de insólitas
confusiones y dudas.
Años más tarde, el mismo Páez ordenó el traslado de los restos del
Libertador a Caracas, y según todos creen ahora, se encuentran en el
Panteón Nacional, de esta ciudad. Pero la naturaleza, alerta, hizo su
trabajo: no permitió que aquellos venezolanos, aduladores de Morillo,
infames soldados de Boves -más tarde soldados de Páez-, esclavos de
Morales y Calzada, serviles alcahuetes de Mariño, Santander, Obando y
demás "liberales", fueran a su tumba hipócritamente a hacer honores
decorativos en presencia de sus restos. Por más de cien años han estado
orando, discurseando, sobre el polvo de algún mandria colombiano o
realista, muy propio y adecuado para intrigantes partidistas. Ironías y
bromas del destino. En fin, hay uña burla, un adulterio moral, una
desgraciada confusión, una historia culpable y vergonzosa.
Antes de terminar quisiera decir algo sobre el doble fondo patético y
trágico de la huida y de la muerte de Bolívar y Tolstoi. Al final
recibieron las extrañas exequias que hablarían de un estado de
contrariedad y de ironía eterna que está detrás de todas las vidas
geniales: Tolstoi, que fue casi siempre un hombre encerrado en su cuarto
de trabajo, reescribiendo hasta catorce veces una misma novela, un
humanista, moralista y religioso alejado de los tumultos, murió rodeado de
una mayoría de fantoches y fanáticos religiosos; gente frívola, imitadora
de toda moda, carente de personalidad, sin decisiones propias;
delegaciones oficiales, turistas, cameramen; en general, gente disipada,
desorbitada y tonta. Por el contrario, Bolívar, hombre público por más de
veinte años, pero tan solitario como Tolstoi en los asuntos de profunda
trascendencia moral y espiritual, murió rodeado de unos pocos amigos;
abandonado de los miles de soldados que dirigió, de los políticos que
formó; rodeado sólo de desierto y abandono; aislado de los pueblos lejanos
que le alabaran y vitorearon, y de las mujeres que le amaron. San Pedro
Alejandrino, el 17 de diciembre de 1830, fue un lugar silencioso, triste y
oscuro como el fin que nos espera a todos... ¡Vaguedades del eterno adiós!
jrodri@ula.ve