Por ahí me cuentan que todavía existen en Venezuela “Círculos
Bolivarianos” de los que llegamos a tener centenares de miles. Que aún
quedan organizaciones como “Clase Media en Positivo” de tan fulgurante
participación el 2002. ¿Se acuerdan de aquella ocasión en que Chávez
ingresó al teatro Teresa Carreño, y estaba allí Titina Azuaje, tan bella,
tan agradable a los ojos, y aquel teatro a reventar, que se puso de pie y
aplaudió al Presidente (en medio del mayor terror mediático jamás conocido
en este continente) y se sentó Chávez al dado de esta coordinadora de la
Clase Media en Positivo?
Qué año aquel.
Había en el aire algo superior, un sentimiento de grandes esperanzas y de
cambios como los que prometía Bolívar en aquel diciembre de 1825. No
sabíamos si ciertamente se avecinaba una guerra, pero en todo caso era
algo glorioso que estallaba en el cielo de aquellos días brillantes, y en
las madrugadas tapizadas de estrellas, porque no dormíamos y las noches
eran tan puras y limpias y el sentimiento era de vencer y vencer, y
vencer.
Chávez se encontraba en su más luminoso apogeo como dirigente, como
conductor de masas, como hombre valiente y decidido frente a la jauría de
los criminales golpistas y lacayos comandados por el monstruo de la Casa
Blanca. En aquellos meses que siguieron al golpe del 11-A, se iba a
definir en un forcejeo sin ambages, en el que la derecha se lo iba a jugar
todo, lo más peligroso y definitivo de la contienda por parte de nosotros
en esa lucha por dejar de ser colonia de los EE UU. La bandera de Bush era
presionar con terror, para exigir un referendo en el que los opositores
tuviesen el control del Consejo Nacional Electoral, para luego aplastar a
Chávez como se le había hecho a los sandinistas.
Lo más notable de aquella época, sin duda, que recuerdo con nostalgia, fue
el diciembre de 2002. El 2 de diciembre asistí a casa de una pareja de
chavistas en un barrio de La Hechicera, y adelantándonos a las fiestas
navideñas, nos dimos unos traguitos y nos comimos unas hallacas. Hablamos
sólo de la terrible situación política que se avecinaba, y le auguramos un
total fracaso al paro de Ortega-Fernández. Dijimos que no duraría una
semana. No estábamos conscientes de la macabra carta que tenían guardada
bajo la manga, porque en esa ocasión sí estaban decididos a jugarse el
todo por el todo. Les habían dado esa orden y no había vuelta atrás:
tratar de sublevar algún cuartel, paralizar a sangre y fuego la empresa
petrolera, hacer volar si fuesen necesario pozos petroleros y a los buques
varados en el Lago de Maracaibo, poner a la cúpula de la Iglesia
totalmente en contra de las festividades dicembrinas, armar al Este de
Caracas hasta los dientes; poner a reventar a los iracundos e histéricos
amanerados de la Plaza Altamira con exultantes vítores contra la
“dictadura” con cámaras de televisión fija para trasmitirlo al mundo.
La cosa tomaba ribetes de paranoia y aquella pareja que visité ese 2 de
diciembre acabó divorciándose, luego de treinta años de casados. En este
caso el marido se alarmaba con el “fanatismo pro-chavista de su mujer”. En
mi casa las cosas tampoco iban bien. En cada casa en verdad se vivía esa
sentencia estremecedora de Jesucristo de que había venido a la tierra para
traer la guerra y para dividir los hogares.
El 6 de diciembre se dio lo de la masacre de la Plaza de Altamira, y ese
día estaba yo con mi familia en la presentación de un libro de Gisela
Barrios en la Librería Kuaimare. Mi amigo, un extraordinario investigador
de la física y creador del Tren Electromagnético, Alberto Serraval me
envío un mensaje desde Acarigua: “José, ya te habrás enterado de lo que
pasó en Caracas. Esta gente está realmente desquiciada y decidida a hundir
en sangre a este país. Me veo en la necesidad de regresarme a Mérida”.
Serraval iba camino de Caracas para asistir a un mitin con Chávez.
Esa noche del 6, salieron en Mérida caravanas de escuálidos a tocar sus
cornetas. Celebraban aquella matazón en la creencia de que le había
llegado el fin al “régimen”.no importaba en absoluto aquellas tétricas
escenas repetidas una mil veces por Globovisión y que le produjeron
vómitos y temblores espasmódicos a tantos seres, entre ellos a mi hija
Adriana. Aquella noche los teléfonos se congestionaron más que un 31 de
diciembre. Esa noche, digo, salí de la librería y me acerqué a la
Gobernación, totalmente desguarnecida. Ya había noticias de que un grupo
armado asaltaría a la Gobernación. Entonces recibí una llamada de
Giandomenico Puliti quien comandaba varios autobuses que se dirigía a
Caracas y me pidió información y consejos sobre qué hacer, si continuar a
Caracas o devolverse. Iba con Giandomenico el director de Despertar Juan
Carlos Villegas. Les pedí que se devolvieran, que este territorio de la
capital del Estado donde dominaban los escuálidos nada estaba seguro.
Así empezaba aquel diciembre, y poco a poco al país se le paralizó el
corazón, con aquel mar de colas de carros, la paranoia de la escasez de
gasolina que produjo incendios y la reventa del litro por encima de los 20
mil bolívares. Nada de coca-cola ni de cerveza, con aquel montón de
maricones con sus partes de guerra a la cabeza de Napoleón Bravo por las
pantallas anunciando la total incineración de la Nación.
Y el pueblo resistiendo. Yo entonces sentí que estábamos como en un 19 de
abril de 1810, como en un 5 de julio de 1811. Por primera vez en mi vida
me sentí tan orgulloso de ser venezolano, y con enormes deseos de morir
por mi país. Era la guerra en la que estaba ansiando enrolarme desde que
el bandido Rómulo Betancourt tomó el poder en 1959. Que gran lección se
llevaron aquellos grandes carajos, los dueños del susodicho Valle. Y
nosotros los de abajo, noche y día, resistiendo en la plaza Bolívar con
los desarrapados y los eternos olvidados de esta tierra. Celebrando que no
hubiese coca-cola ni cerveza y con la esperanza de que los MacDonalds
nunca más abrieran sus puertas. Viéndonos en nuestra total desnudez sin
los trajes malditos de las transnacionales. Qué año tan glorioso que no sé
por qué luego perdimos su supremo entusiasmo, por qué no se mantuvo el
animo de tan grandiosa gesta. Qué fue lo que pasó. ¡Qué año, Señor, sin
hayacas ni aguinaldos, sin bancos, sin compras ni misas madrugadoras, sin
anuncios de ventas por televisión, sin el consabido maricón del San
Nicolás, pero a fin de cuentas el mejor año que tenido en toda mi vida!
¡Qué año, el del 2002!