La llegada a la presidencia de Bolivia del indígena Evo Morales, marcará sin duda un antes y un después en la historia de América Latina. Independientemente de que cumpla o no las expectativas creadas entre los sectores más humildes, campesinos e indígenas de Bolivia, la realidad es que por primera vez llega al gobierno un hombre aupado por el verdadero pueblo con la promesa de atender sus demandas milenarias.
La primera vez que hablé con Evo Morales fue en Caracas en abril del año 2003. Ya entonces representaba al mayor grupo político en el parlamento boliviano, si bien no pudo llegar a la presidencia por el pacto entre el resto de partidos neoliberales. Con tanta humildad como firmeza, charlaba con todos los que se le acercaban en el hall del hotel. Su sencillez me abrumaba mientras le entrevistaba, acostumbrado al complejo discurso de los políticos y líderes sociales europeos. Su comportamiento también me resultaba atípico, nunca buscó encontrarse con cargos institucionales e ignoraba a los periodistas. El sólo hablaba con representantes de grupos sociales, jóvenes y estudiantes que se le acercaban o algún analista político que quería conocer la situación boliviana.
Volví a encontrarme con Evo en octubre de ese mismo año en ciudad de México, fue en las oficinas del diario La Jornada. Allí mantuvo una larga conversación hasta altas horas de la madrugada con un grupo de amigos y periodistas que le acosamos con nuestras ansias por conocer lo que estaba sucediendo en Bolivia. Sus razonamientos seguían siendo los de un líder campesino guiado por la nobleza y la sencillez. No buscaba un discurso elaborado o estudiado, se diría que simplemente hablaba con el corazón utilizando los principios e ideas que espontáneamente venían a su mente. Nada parecido a lo que yo conocía en mi país, España.
De nuevo me encontré con él en España, fue en la ciudad de Oviedo. Se habían producido importantes movilizaciones en su país que habían derrocado a un presidente que defraudó a los bolivianos. Morales y su gente habían tenido un papel secundario, arrastrado por Felipe Quispe, el líder de un grupo indígena más radical que el MAS, el partido de Evo Morales. Yo le pregunté por el papel de su partido y le eché en cara no haber encabezado aquellas movilizaciones justas y razonables. Su argumentación me pareció convincente. De nada servía llegar al poder por esa vía de insurrección, no tendría ninguna legitimidad ni reconocimiento internacional. Era mejor esperar y llegar al gobierno por la vía institucional, convencido como estaba de que el pueblo le apoyaría cuando se le preguntara en unas elecciones.
Tampoco entendía yo su presencia en tantos foros internacionales, me parecía más lógico que se mantuviera al frente de sus gentes, sus campesinos cocaleros, en lugar de atender a tantas convocatorias internacionales. Fue mucho más tarde cuando comprendí la necesidad de explicarle al mundo quién era Evo, qué buscaban los campesinos aymaras, sus propuestas de despenalización de la coca, su cultura milenaria, denunciar el acoso al que estaba sometido por la embajada norteamericana en La Paz. Ese indígena debía tejer la necesaria red de solidaridad mundial, imprescindible para poder resistir el envite de tantos poderes fácticos que intentarían neutralizarlo en Bolivia. Algo que, por ejemplo, no hizo Hugo Chávez antes de ser sorprendido por el golpe de abril de 2002.
La última vez que coincidí con Evo Morales fue en Mar del Plata, en Argentina. No tuve ocasión de hablar con él, la expectación que creaba su presencia auguraba su arrollador éxito en las elecciones bolivianas.
Ya presidente electo, he comprobado el entusiasmo que ha generado su llegada a Caracas, la ciudad donde vivo ahora. Sigo viendo en el indio Evo Morales la firmeza de sus principios y la humildad de quien dice en una rueda de prensa que aún no se cree que sea presidente y me emocionó con las imágenes de su sencilla vivienda en Bolivia, donde no hay un solo traje y menos aún una corbata. Un día después le observo por televisión durante su presencia en Madrid, y sigue repitiendo los mismos comentarios junto con la plana mayor del gobierno español. Con un sencillo jersey de punto asiste a la rueda de prensa con Rodríguez Zapatero, y con una ropa similar visita a Juan Carlos de Borbón en la Zarzuela. No cumple el saludo de protocolo y saluda al rey con una palmada en la cintura. No he visto todavía al político español que reniegue de la corbata y salude con esa naturalidad.
Ya sé que son sólo formas y que con eso no se resuelve la justicia social y las necesidades de los pueblos, pero el Partido Popular no quiso recibir ni encontrarse con el indio en Madrid. Y las crónicas de la prensa de derechas no tienen desperdicio: “Evo Morales se presentó en el Palacio de la Moncloa en jersey de rayas, tras aterrizar en el aeropuerto de Barajas en un avión prestado por Fidel Castro con unos guardaespaldas prestados por el venezolano Hugo Chávez”. O esta otra información: “¡Peligro! Un Evo anda suelto. Ya está aquí, ha llegado. Y todo después de haber visitado a sus dos ídolos: Chávez y Castro... ¡Menudo ejemplo!. Políticos tercermundistas incapaces de dar al pueblo libertad, incapaces de bajar del púlpito al que se auparon en momentos de zozobra de su país”.
Sin duda alguna, son todas ellas buenas señales.