Lamento el rechazo de algunos amables lectores al escenario que delineé en lo que llamé “Organizar el futuro post Peña”. Hubo quien hasta me tildó de beltronista y cuauhtemista. El silencio de otros que suelen comentar mis artículos me indica que, sin llegar al grado del rechazo, no comparten mi opinión. Normalmente, cuando recibo tales respuestas, acostumbro a revisarlas y, con frecuencia, a corregirlas. Para el caso informo que la reconsideré y el resultado es en el sentido de ratificar mi punto de vista. Peña caerá cuando sus patrones consideren insoportable la presión social y económica; cuando, para salvar su barco, necesiten cambiar de timonel; pero también cuando todavía puedan controlar el procesamiento de la crisis. Tales circunstancias están cercanas de darse; sólo quedaría pendiente la metodología del proceso y es a ello a lo que tendremos que destinar el mayor de los esfuerzos de imaginación, dado lo inédito del caso.
Deseable sería que la salida de Peña significara el derrumbe total del régimen para, de inmediato, entronizar el nuevo sistema. Pero cuál sería ese nuevo sistema. Hoy no existe tal. Instaurarlo implicaría un proceso desde su diseño, su validación por consenso y su expresión en una nueva Constitución. En esa dirección habría que enderezar la enorme energía de la actual movilización.
Lo posible, en primera instancia y a condición de hacer insoportable la presión social, es que el gran poder desahucie a Peña y lo obligue a renunciar “por motivos de salud”; en cuyo caso procedería la designación de un presidente interino para completar el sexenio hasta 2018. Ya otras plumas han coincidido en que tal interinato recaería en Manlio Fabio Beltrones, que no es lo ideal, pero es lo posible conforme a la constitucionalidad actual. Se dice que no hay tal posibilidad porque el sujeto está vedado por Washington por sus vínculos con el narcotráfico, pero tal veto es como los calzones de Mariquita que se los pone y se los quita, si la solución resulta funcional a sus intereses, como es el caso. En lo interno, el capo Salinas que es quien comanda en el tinglado, estaría satisfecho con el cumplimiento de su plan alterno; Beltrones es gallo de su palenque.
La que de ninguna manera quedaría satisfecha sería la movilización popular, y es importante que así suceda. El gobierno interino, por naturaleza débil, tendrá que abrir ventanas a la negociación ante una presión popular potenciada por el primer triunfo en su historia: la caída de un presidente. Es ese el momento de empujar a la convocatoria por una nueva Constitución, debidamente refrendada por el voto popular y, por esta vía procesar el cambio del modelo y el sistema. Se escribe fácil pero es un tranco nada sencillo de saltar.
Tampoco la historia se ha escrito con tinta de rosas; sangre, sudor y lágrimas tendrán que correr para lograr el objetivo, pero no queda de otra que derramarlas en aras de un México nuevo y satisfactorio.
Me queda claro que Andrés Manuel López Obrador juega un papel determinante en esta historia, siempre y cuando haga a un lado el discurso del todo o nada y, además, asuma el papel de parte que él mismo se endilgó al constituirse como partido electoral. A él me refiero cuando digo que al patriotismo hay que dotarlo de una buena dosis de humildad. Será importante que AMLO reconozca que lo perfecto es enemigo de lo bueno y que, hoy por hoy, lo bueno y posible es el interinato y que, aunque no sea bueno, el interinato de Beltrones es lo factible. Como en la fiesta brava, no debe de ahogarse al toro, en este momento de la historia política no procede ahogar las posibles salidas sino ayudar a abrirlas. Aceptar que Beltrones en el interinato es una alternativa viable y propalarlo aceleraría la salida de Peña porque, de un lado, daría confianza a “los mercados” y, del otro, rompería el bloque de apoyo interno de Peña Nieto, fincado sobre las veleidosas bases del triunfalismo hoy venido a mucho menos; ni Televisa podrá meter las manos por su cachorro.
Es, entonces, preciso escuchar a Lenin: no debe confundirse lo deseable con lo posible.