Hace días, un compatriota de la calle se hizo de un sitio en una calle de la parroquia San Juan para pasar las noches. Como todo nómada, sus "enseres" se limitaban a un desgastado colchón y una raída sábana con la que se "protegía" de las inusuales noches de frío de finales de febrero e inicios de marzo.
Llamó de él la atención su gusto por la lectura. A mi llegada a casa, en horas nocturnas, lo observaba aprovecharse del reflejo de la luz pública que dejaba caer sobre las páginas de algún diario que captaba su absoluta concentración.
Durante el tiempo que allí estuvo no le observé acto "indecente" alguno, más allá de pernoctar en plena acera. De los vecinos tampoco escuché reproches hacia ese ciudadano aunque, como es de entender, seguramente miedo y reservas infringió.
La última vez que lo vi fue el sábado, también de noche. Absorto, como siempre, pero esta vez ante un libro sobre el que se estrellaba el reflejo de los bombillos.
Saltó del susto, literalmente, cuando le hablé en tono alto para ofrecerle una vianda de comida ligera que recibí en mi centro de labores. Saltó luego para el agradecimiento que le salió del alma, junto al deseo de que Dios triplicara sus bendiciones sobre mi. Saltaron luego sus manos para desatar el plástico que envolvía la comida y cenar, quién sabe como desde cuándo, con comida limpia.
Al amanecer del domingo no lo vi. Un olor a quemado impregnaba el ambiente. Sólo unos resortes chamuscados quedaron de su colchón completamente incendiado y también de un par de zapatos cercanos al libro que horas antes se estrellaba contra su mirada.
No creo que haya intentado un "autosuicidio"; creo más bien que planificaron sacarlo de juego aún ante el peligroso costo de matarlo. "Total", dirían, "es mejor muerto que afeando las calles".
Total, digo yo, es más fácil cualquier cosa antes que llamar a la Misión Negra Hipólita.
Peligro: pululan Obamas por Caracas.
¡Chávez vive…la lucha sigue!
