La frase que da título a este artículo pertenece a Sebastián Castellion (1515-1563), teólogo reformador francés; partidario de la Reforma Protestante contra el papado y la autoridad de Roma, rompió sin embargo con Ítalo Calvino, uno de los principales líderes religiosos impulsores de esa reforma junto a Martin Lutero. Castellion hizo suyo el principio de tolerancia y se opuso a la ejecución de los herejes, una forma de condena defendida por Calvino que cobró la vida del también teólogo y científico Miguel Servet, muerto en la hoguera en 1553; la frase completa se refiere precisamente a este caso y dice: "Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre. Cuando los ginebrinos ejecutaron a Servet, no defendieron una doctrina, mataron a un hombre". Castellion defendía, por encima de todo, el respeto sagrado a la vida a la que tienen derecho todas las personas, independientemente de su fe. Asumía que la violencia, una vez desatada, se nutre de sí misma y puede arrasar con todo a su paso. Es una ley implacable que sigue vigente aún en nuestros días: todo aquel que defiende un ideal hasta sus últimas consecuencias (es decir, la masacre), es arrollado por ese ideal, transformándose en un asesino. La violencia envolvente es enemiga de la libertad, impide ejercerla e invita a matar.
Vale la reflexión para el caso de la Venezuela actual, país nuestro en el que, en el marco de las protestas iniciadas a mediados de abril de 2017, el asesinato cotidiano perturba nuestra existencia. En los hechos, cada muerte desata una agria polémica entre la oposición política y el gobierno, cada sector atribuye al otro, de algún modo, la autoría. Sin embargo, las razones "doctrinarias" de ese goteo trágico cotidiano de fallecidos (jóvenes manifestantes en su mayoría, uniformados o simples espectadores), no es objeto de contrastación. Ningún bando lo hace, ni por separado ni menos aún en conjunto con el otro. ¿Quién debe cargar con la responsabilidad de la víctima? ¿Quién mata? La respuesta e contundente, terca, obstinada: ¡ellos! Los otros. El culpable, el asesino, siempre es el otro. Vivan, implacables, las "doctrinas"- nuestros intereses- parecen decir el gobierno y la oposición. El resultado-vaya paradoja- es que se la dan vivas también a la muerte. Ambos sectores se encuentran ciegos a sus propias responsabilidades, antes de que las protestas comenzaran y en la escenificación de ellas. El gobierno impide o retrasa la celebración de elecciones porque teme perderlas, lo que sume en la desesperación a sus enemigos e impide la distensión de la conflictividad existente; la oposición apuesta a convencernos de que el fin del gobierno es equivalente a una salida mágica a la crisis sistémica que atraviesa el país, razón por la cual se valen todos los excesos, aunque no conozcamos aún su propuesta de país. El impasse (en el marco de la polarización existente) alimenta la violencia. Fomenta las muertes.
¿Se trata acaso de negar el derecho a la protesta, en vista del saldo trágico asociado a las mismas? No, en modo alguno. El derecho a la protesta es irrenunciable, frente a cualquier sistema económico y político y ante cualquier gobierno. Lo que resulta necesario en la Venezuela actual es incluir en el contrato social la discusión acerca de la manera en que se ejerce ese derecho y la forma en que el gobierno lo encara. Cualquier sector social tiene derecho a la protesta, dentro de ciertos parámetros, del mismo modo que un gobierno tiene el deber de protegerla y, de ser necesario, contenerla, en obediencia a criterios compatibles con el Estado de Derecho. En base a esas limitaciones se establecen los deberes y las obligaciones mutuas para convivir dentro del conflicto.
En lo personal, como corresponde a quienes sostenemos posiciones de izquierda, defendemos la tesis de que el país exige transformaciones profundas en todos los órdenes, pero en la misma medida creemos que de esta situación y otras futuras, tenemos que salir todos vivos. La lucha social y política forma parte de la experiencia del vivir, a ratos es frustrante, aunque también logra ser enriquecedora. En el curso de su desarrollo es indispensable construir bordes que nos impidan rendir culto al ideal que defendamos, por encima de la vida misma, la propia y la del otro. Los años por venir en Venezuela serán difíciles, tumultuosos, de marchas y retrocesos; atisbamos mucha agitación social en el futuro, gobierne quien gobierne. Es indispensable en ese contexto probable establecer un marco mínimo de reglas para convivir porque la transición al futuro deseable para cada quien no va a ser fácil. Hace falta establecer de común acuerdo linderos orientadores de la lucha y la protesta social, en cuanto se refiere a los modos de plantearla y procesarla. Mucho adelantaríamos en esa dirección si gente de todos los sectores sociales y políticos se reúne por la base, a nivel microsocial (en la familia, el lugar de trabajo, el vecindario) y en el marco de la opinión pública, para deliberar sobre este tema, crear, dentro de todo, una cultura de la paz. A eso convocamos, a trabajar para cambiar, entre la alegría y tal vez la rabia, pero sin crueldad ni odio.
César Henríquez Fernández
Junio 2015