Cuenta la leyenda que existió una joven hermosísima llamada Lucía. Dondequiera que llegaba era imposible que no se notara su belleza y fueron muchos los hombres que intentaron cortejarla. Pero Lucía tenía una particularidad: no quería saber nada de hombres, ni de noviazgos, ni de matrimonios, ni de pareja. Dice la historia que su verdadera vocación, su verdadero sentir, era un profundo amor a Dios. Sin embargo, como casi siempre sucede, apareció en la vida de Lucía un caballero tratando ser más osado que los otros, el cual se obsesionó con la belleza de sus ojos y le insistía cada vez que podía a, a diestra y siniestra, para que cediera a sus aspiraciones amorosas. Fue tanta la insistencia del pretendiente que Lucía, no está claro si porque ya estaba obstinada por el acoso del caballero o quizás porque temía ceder a sus intentos, decidió sin más arrancarse los ojos y luego llevárselos al susodicho en una bandeja diciéndole que si era eso lo que más a él le gustaba de ella con gusto se los entregaba pero que jamás cedería a las tentaciones de los gozos terrenales para dejar de amar y servir a Dios.
De esta manera, la mujer aseguraba su castidad y su santidad pasando a conocerse en la historia como Santa Lucía, quien en la actualidad es la patrona de los muchos que ejercen profesiones relacionadas con el cuidado de los ojos y la vista.
Independientemente de cuánto hay de verdad en esta historia o no, hay que imaginarse la vida de Lucía después del desprendimiento de sus ojos. Su convicción era tal que, puede dudarse de que haya sentido nostalgia por perderlos. Ese hecho más bien pudo acercarla más a lo que era el centro de su vocación. No cabe en la mente pensar en ella lamentándose de cuánto pudo haber hecho cuando tenía los ojos, o de las oportunidades que pudo haber aprovechado mejor. Simplemente la pérdida del privilegio de la visión tal vez fue como una especie de epifanía y un aligeramiento del camino en su deseo de servir al Todopoderoso.
Ahora bien, hay que establecer la similitud de esta historia con la de algunos ex funcionarios chavistas o seudo chavistas. Cuando tenían el privilegio de estar en el gobierno eran cortejados por mucha gente y cuando perdieron, lo que podría considerarse como su mayor atractivo, ya dejaron de ser interesantes para todo el mundo. Pero, a diferencia de la Santa, en lugar de mostrarse más comprometidos con lo que en algún momento defendieron, han decidido arremeter a diestra y siniestra contra todo lo que tenga que ver con el gobierno en el que ya no participan.
Es como una especie de nostalgia de las que sufren los despechados. Rememoran sus días en el gobierno como días buenos de enamorados, días a los que les gustaría regresar para hacer mejor las cosas que supuestamente ya estaban haciendo bien. No se tiene conocimiento, por ahora, de ninguno que haya salido públicamente a decir todo lo que hizo mal. De todo lo que hablan es que actualmente las cosas están mal en tal o cual institución porque ellos no están allí y que si regresan a sus posiciones de poder seguramente todo funcionaría mejor.
Son esos mismos funcionarios que cuando estaban en el gobierno delante de las cámaras hablaban de igualdad pero en el edificio donde estaban sus oficinas cada vez que iban a bajar por el ascensor más nadie lo podía usar porque lo tenían reservado, hablaban de solidaridad pero durante la equis cantidad de años que duraron en el cargo nunca se enteraron ni siquiera cómo era el nombre del vigilante que cuidaba sus carros y mucho menos bajaron la ventanilla con sus vidrios ahumados para saludarlo, decir buenos días o preguntarle si había desayunado, ni mucho menos en qué podían servirle. Ellos se autodenominaban socialistas pero para el común de la gente, era prácticamente imposible acercarse hasta donde estuvieran. Si por alguna casualidad algún mortal llegaba a lograr una cita con ellos, casi siempre era atendido en cuestión de uno o dos minutos, usualmente, después de haber esperado por horas. Peor aún, si de alguna manera se lograba dar con su número telefónico, rápidamente le decían a su secretaria, casi entre susurros, cuando se les intentaba pasar la llamada: - Mira dile que no estoy – y luego, públicamente salían rasgándose las vestiduras por su amor al prójimo y autodenominándose servidores públicos.
Hoy, estos desventurados ex funcionarios, tratan de ahogar su nostalgia diciéndole a la gente un cúmulo de promesas y futuras soluciones que traerán bienestar al país si ellos volvieran a sus posiciones de poder. Su hipocresía no les deja ver, porque están totalmente ciegos, que estar comprometidos con una causa a veces significa precisamente sacrificar algo de lo que más se valora en beneficio de dicha causa. Definitivamente en esto Santa Lucía tenía mucha más visión.