"La renta se produce en un sitio, pero se invierte en otra". Caracas siempre ha sido la ciudad que más ha aprovechado y todavía aprovecha al máximo la renta nacional". Eso lo determinó la economía de puerto.
Monagas y Anzoátegui por años fueron, y todavía vía son, centros donde se producía y produce buena parte de la renta petrolera venezolana. Igual que el Zulia.
Por eso hay una gaita que canta, más o menos así:
"Maracaibo ha dado tanto
que debería tener
carreteras a montón
con morocotas de canto."
Aunque ella debería mencionar de igual manera a Cabimas y otros sitios del Estado que han producido tanto al ingreso nacional.
Pero, si algo es cierto de todo lo que hablan los políticos, es que la renta del petróleo quedó y parece destinada a quedar, cuando "los motores prendan", lo que parece sucedería de acuerdo a la mesa de diálogo de México, donde el gobierno discute con unos payasos que hacen las veces de portavoces extranjeros, primero en manos de los inversionistas, sus inversionistas, ingleses y gringos, como antes y quienes ahora vengan o están viniendo como nuevos; luego en manos del Estado y, en muy buena medida, en el bolsillo de "empresarios venezolanos", los mismos que antes la sacaban al segundo para importar cuanta cosa nos ponían a consumir sin que la produjésemos, convertirse en inversionistas en otros espacios donde veían mejores posibilidades y en ese artilugio que llaman la imbricación del capital, que es como enredadera que sale de aquí, enreda por allá, se "encambimba" y así, "encambimbada", se regresó o ha regresado, para meterse en negocios que al inversionista da más ganancias, pero no al auténtico dueño de esa parte de la renta que termina como disfrazada y tan cambiada que nadie la reconoce. Y ellos, a menos que ocurra un milagro, y al parecer estos como que no existen, volverán a lo mismo, pues es lo que siguen haciendo, con lo poco que por ahora sacan del país.
Aquella cifra, según la cual, el 97,5% de las divisas que entraban al país las producía el petróleo y otras actividades oficiales, es tan vieja como la nación misma. Por eso, con justicia, hasta los adecos y de eso hay irrefutables pruebas, llamaban también a alguna gente de Fedecámaras, clase parasitaria.
Y al hablar de la gente de Fedecámaras, hay que ser cuidadosos, por eso dije "alguna", pues no son todos y además hay unos allí que parecieran distanciarse y siguen actuando, como intentando hacerle creer al distraído o predispuesto le engañen, porque gente de esta hay bastante, que son distintos, aunque aparentemente, desde fuera del organismo empresarial, en el intento de mostrarse diferentes, siguen en la pedidera, como que les exoneren de impuestos para importar maíz y hacer el gran negocio. No pagar impuesto, aprovechar mano de obra barata y dárselas de heroicos combatientes por el bienestar de la gente, para lo que cuentan con una la larga y ancha capa de agentes que repiten lo que les dictan,
Y en esa economía mono exportadora e importadora hasta del modo de caminar, la poco renta que adentro quedaba no se invertía donde se producía, sino donde la gente se acumulaba. Y este fenómeno se daba alrededor de los grandes puertos, como La Guaira y Puerto Cabello. Es decir, donde estaban "los caja e´ machete", los linces dueños del país o los chulos de Venezuela, distintos, aunque descendientes de aquellas "Águilas Chulas" de las cuales habló Herrera Luque, en su obra "Los amos del valle". Por eso, mientras el resto del país se atrofiaba, incluyendo el Zulia, ciudades como Caracas, Maracay, Valencia crecían desmesuradamente. Estaban cerca de los puertos por donde entraban las mercancías y luego los productos a medio terminar para la industria ensambladora que también en esas ciudades se instaló.
Y este crecimiento, que lo fue y es ahora en votos, se les ha vuelto una bendición para que el Estado, el gobierno, el de ahora y el de antes, basándose en eso que llaman "densidad de población" y no en lo racional y lo que demanda un plan de crecimiento o desarrollo económico independiente, siga invirtiendo y regalando, aunque de todo eso muy poco, con el mismo criterio de como antes.
Mientras, la renta se producía en un sitio, como en oriente, en este espacio, para ir de una ciudad petrolera a otra, sólo había caminos y carreteritas de última categoría, porque los gringos mandaban su petróleo por tuberías que viajaban kilómetros y kilómetros para llegar al puerto, que el combustible llevaría al exterior para que entrasen los dólares, en el centro y centro occidente del país, donde se producía muy poco para el ingreso nacional, nacían autopistas y avenidas de cuatro y seis canales.
Esas circunstancias determinaron pues una migración interna intensa. Todo el mundo, desde los andes, llanos, Guayana o la costa oriental, sintió necesidad apremiante, por una razón u otra, de trasladarse a esas ciudades. Por ejemplo, para 1958, recién caído Pérez Jiménez, solo había universidades en Mérida, Maracaibo y Caracas. En Maracay, en el centro mismo de Venezuela, casi al lado de Valencia y Caracas estaban escuelas de la UCV. Los llaneros, guayaneses y orientales, que querían, sentían necesidad de estudiar, debían ir hasta allá; eso sí, sólo quienes fuesen muy audaces o tuviesen una familia con suficientes ingresos para pagarles los gastos, fueron capaces de alcanzar ese sueño.
Miles–digo miles porque los venezolanos éramos pocos–, cada año tomábamos rumbo desde el pueblo hacia donde parecía producirse el milagro. Donde parecía que caía el arco iris. Al andino le daban por la cabeza y le decían "vete para Caracas". Así mismo al oriental, "muchacho coge tu cachachá y vete a Caracas, aquí pierdes el tiempo", mientras le empujaban por las nalgas. Nunca he sabido por qué los padres gochos a los muchachos empujaban por la cabeza y los orientales por los glúteos.
Y Caracas, esa pequeña ciudad que apenas llegaba hasta Chacaíto, pues lo demás era monte y culebra, donde el frío del Ávila, el mismo bello cerro que ahora llaman Guaraira Repano, bajaba para hacernos la vida agradable, sobre todo a quienes habíamos vivido por años atormentados por el excesivo calor del sol, nos parecía una bendición. Tan bella y agradable era, sin atracadores, asesinos, aunque con mucho fiscal y policía matraqueros, alguien la llamó "la sucursal del cielo".
Y en verdad era bella y agradable. Tanto que uno, el pendejo, que en Caracas pasó hambre por montón, por carecer de familia donde guarecerse, ni tener padres que una mesada enviase desde donde lo que los caraqueños llamaban despectivamente el interior, viviendo una semana en una pensión sin derecho a comida y tener que fugarse de madrugada con la maleta bajo el brazo, solía pese eso, decir "aquí en Caracas, "Jodío" Pero Contento (JPC). Tampoco uno, muy muchacho, entonces, estaba formado para el trabajo sino para estudiar y, en la ciudad, tampoco abundaba mucho la demanda de trabajadores de esos que el maestro Gallegos llamó "toeros".
Recuerdo todavía como me embobaba la abundancia de luces, de automóviles - en mi pueblo apenas había cuatro o cinco - y el cambio de luces en los recién instalados semáforos. Y ese esperar de la gente y de los conductores por la señal y con ella su turno para avanzar en las esquinas. Una vez que regresé al pueblo, después de tres meses en Caracas, la primera noche, apenas en horas tempranas, la mortecina luz de los viejos postes de madera y el silencio, me produjeron pánico y al día siguiente me volví a Caracas.
Además, no es habitual que uno al irse con la convicción que "se va a comer el mundo" y estimulado hasta por sus íntimos con lo de "vete porque aquí no hay vida y un tipo como tú por allá te la comes", regresé con la misma maleta y tristeza de antes. Y al llegar, que es también un regreso de una aventura que terminó en el fracaso, se reencuentra uno con el pueblo en la misma oscuridad y precariedad en que estaba cuando se fue. Por eso, aunque sea jodido o jodiéndome, opté por quedarme.
Más tarde, volví a las cercanías del pueblo donde nací, cuando de las sobras del Estado algo quedó para que el pueblo donde me vine a vivir con mi compañera, una también naufraga como yo, creciese un poco, lo suficiente para quedarnos en él. Pero también, con la madurez y el tesoro de convicciones que nos regaló la vida, hallamos motivos para quedarnos y no volver a soñar con espejitos y luces de colores.