Dejando atrás la fortaleza de Maqueronte, donde estoy alojado, hoy 30 de diciembre, bien temprano me fui a caminar por estás montañas del Premujino. A medida que fui avanzando y a orillas del camino vi a un campesino labrando la tierra.
- Qué tal amigo, buenos días, le dije.
- Me respondió: aquí en la faena de la revolución permanente.
Seguí mi camino, con esa frase palpitando en mi mente: "revolución permanente".
Ya lejos me senté en una piedra grande y me puse a pensar. Fue allí donde pude ver de manera cristalina que la Revolución no es un tiempo, sino la constancia de todos los días, de la lucha diaria por abrir los surcos del alma y sembrar los ideales de la verdad y la solidaridad en la conciencia de todos nuestros hermanos y hermanas. Es a partir del despertar de la conciencia como adquirimos la fuerza y el impulso de la energía revolucionaria para defender la dignidad de nuestra patria.
La Revolución no es un grito perdido en la oscuridad de la noche, sino un eco de la lluvia buena que llega para llenar los surcos y broten las semillas que ya hemos sembrado, que darán los frutos y los alimentos para nutrirnos el espíritu y el alma racional. Es la palabra enérgica que nos invita a ser grande, a pensar en lo grande y a construir lo grande.
¡La patria es grande!
¡Nuestro pueblo es grande!
¡Venezuela es grande!
La Revolución no es un silencio que se esconde detrás de las fachadas, sino que es la voz que va con el galope de los tiempos para señalarnos el camino correcto de la victoria, la independencia y la libertad.
La Revolución no es una consigna que se viste de colores, sino la palabra desnuda que nos muestra el rostro de la realidad, con sus cicatrices y sonrisas, con sus sueños y sus esperanzas de avanzar y construir los cimientos de la nueva verdad.
La Revolución somos nosotros, los hijos y las hijas de esta patria que marca sus huellas en esta tierra sagrada y juntos con la espada de Bolívar hoy andamos caminando por los pueblo de América Latina y del mundo diciendo: ¡Viva la Revolución, carajo!
