"Desgraciadamente el mal nos seduce más que el bien, pero, mientras que aquel nos lleva a la desesperación, este llena nuestros corazones de esperanza. El mal nunca tiene tanta densidad como el bien. Las dos nociones parecen iguales y recíprocas, pero el mal depende del bien en mayor medida que el bien del mal. A la larga el bien siempre vence al mal"
José Luis Vázquez Borau
No cabe duda de que el mal existe. Si hay un problema (¿enigma? ¿misterio?) que parece insoluble para la filosofía para la ética y para la teología es el problema del mal. Esquivarlo es la más fidedigna señal de banalidad de pensamiento y vida. El mal y el dolor atraviesan toda la historia humana y su presencia es un desafío terrible para su misma existencia. Los interrogantes nos salen a raudales del corazón. Porque si Dios existe, ¿cómo es posible el mal? ¿Por dónde se ha infiltrado en la creación? ¿Por qué tanta absurda maldad? ¿Por qué tantos asesinatos, tantas guerras, tantas injusticias? ¿Por qué el dolor de los inocentes? ¿Por qué los terremotos, por qué las terribles sequías, por qué los tsunamis que todo lo arrasan? ¿Por qué calla Dios? ¿Por qué se oculta? ¿Cómo es posible creer en él cuando suenan sin cesar el ruido de los cañones y de las metralletas y cuando millones de hombres son explotados cruelmente cada día? ¿Dónde queda su paternidad? ¿Dónde queda su amor? ¿Cómo es posible compaginar el amor absoluto de Dios por su creación y el mal que la envuelve por todas las partes? ¿Cómo puede Dios permitir, tolerar o querer tanto mal?
El mal se alza como una barrera infranqueable para nosotros. Para los que creemos en Dios es una espina dolorosa y lacerante. O damos una respuesta adecuada a esos interrogantes, o Dios ya no tendrá nada que decirnos. Porque el sufrimiento del mundo es tan excesivo, que apenas puede conjugarse con la idea de un Dios Padre todopoderoso. Parece como si Dios no prestara atención a lo que está pasando en la tierra. ¿Es que no le llegan los gritos de los humildes y de los explotados? Sólo se oye su silencio. Pero, ¿no será su silencio un signo inequívoco de su inexistencia?
Se ha dicho que el mal "es la roca del ateísmo", el fundamento sobre el que descansa, la base sobre la que se apoya. Porque si Dios existe, entonces es cómplice de todos los males y de todos los crímenes que se cometen en la humanidad. El famoso Dilema de Epicuro apenas nos deja escapatoria: "O Dios puede y no quiere evitar el mal, y entonces no es bueno; o quiere y no puede, y entonces no es todopoderoso; o ni quiere ni puede, y entonces ni es Dios ni es nada". Si quiere y no puede, es impotente; si puede y no quiere, no nos ama; si no quiere ni puede, entonces es como nada; pero si puede y quiere, ¿por qué no lo hace? No se puede plantear de una manera más sencilla y brutal al mismo tiempo el problema de la existencia de Dios. En épocas anteriores este dilema pudo ser asimilado vivencialmente, porque el general ambiente religioso confería a la fe una plausibilidad social y una seguridad vivencial que la protegía contra los efectos últimos de la contradicción lógica. Pero hoy eso ya no es posible. Ante un problema tan grave y oscuro, no podemos aspirar a claridades totales ni a demostraciones apodícticas. Pero tampoco vale el cambalache con la inconsecuencia lógica, ni envolverse en retóricas teológicas que, en realidad, escapan al problema. Si no logramos mostrar siquiera la ausencia de contradicción entre, por un lado, nuestro reconocimiento de la presencia terrible del mal en el mundo y, por otro, nuestra fe en que el Dios que lo ha creado es a la vez bueno y omnipotente, deberemos reconocer honestamente que la coherencia racional, o al menos razonable, de la fe queda amenazada de raíz.
El mal nos desborda por todas las partes: unas veces lo provocamos, otras lo sufrimos. Las fauces de la muerte se abren y se cierran sobre nosotros, tragándose toda nuestra esperanza. En un mundo como el que contemplan nuestros ojos parece irresponsable creer en Dios. No, gracias. Que nos deje en paz. Es demasiado el dolor del mundo como para creer que haya un Dios personal que se cuide o que se preocupe de él. El escándalo del mal sobrepasa la capacidad de comprensión del hombre. Su existencia es como un clamor que ninguna de nuestras razones puede ahogar.
La mayoría de los argumentos contra la existencia de Dios proceden de un argumento de la razón o de una idea, pero este procede de la realidad más cruda. Toda la crítica de la religión es nada comparada con este argumento. La presencia del mal parece un desmentís terrible a un Dios que es todo amor.
No tenemos a nuestro alcance una respuesta adecuada para cada uno de los interrogantes que nos plantea la existencia del mal en el mundo. Pero tampoco nos sentimos obligados a rechazar a Dios porque no sepamos responder a ellos. ¿Por qué habríamos de llegar a la conclusión de que Dios no existe antes de pensar en otras posibles soluciones? ¿No tendrá en sus manos alguna solución que a nosotros se nos escapa? Es verdad que apenas podemos entender que si Dios quiere y puede evitar el mal del mundo, no lo haga realidad. ¿Quién no evitaría, si pudiera, el dolor de un niño inocente, de un ser querido e incluso todos los padecimientos de los hombres? Si se tratara de un mal pequeño o de algo puntual y controlado, tal vez podríamos entenderlo. Pero la persistencia y la cantidad de mal que invaden al mundo nos interpelan hasta las mismas entrañas. Pero, por otra parte, podemos preguntarnos: ¿por qué creó Dios el mundo a pesar de todo? ¿Valía la pena su creación, al precio de tantos males y de tantas desgracias? Aunque no lo veamos con claridad, la respuesta tiene que ser positiva. Dios no necesitaba para nada la creación. El acto de crear no ha podido ser otra cosa más que un acto de amor y de entrega por su parte. Pero eso implica que el mal no tiene, ni puede tener, la última palabra, sino que está bajo su control, aunque a nosotros se nos escape cómo. Dios está de parte de la criatura, como su creador y padre. Ni ha dejado ni puede dejar a la creación abandonada a su suerte. Todo ha salido de sus manos y todo volverá hacia él. Sólo la fe en el Resucitado nos da una certeza invencible de que todo lo que existe tiene sentido. Si el mal tuviera la última palabra, entonces ya no podríamos creer en Dios. Pero la fe cristiana confiesa que hay alguien que ha vencido a la muerte y que la última palabra sobre el hombre no será la muerte, sino la resurrección y la vida. Eso es lo que nos llena de coraje para seguir viviendo. Jesús es la respuesta que podemos ofrecer. Ese es el fundamento de nuestra esperanza. Si negando la existencia de Dios resolviéramos todos los problemas del mundo, entonces habríamos encontrado la verdadera solución. Pero los males del mundo no se resuelven destronando a Dios, porque el mal y el pecado siguen ahí. La fe cristiana sólo conoce a un Dios que ama a su creación y se preocupa de ella. No podemos creer en otro Dios. Y ese Dios, dice san Juan, es amor. Por eso, la existencia del mal no puede destruir nuestra esperanza. "Es difícil imaginarse un mundo sin Dios. Por lo menos es más fácil imaginárselo con Dios".